Adiós a Stalin

Cuando era «chico», es decir, allá por los 20 y tantos, salía de Filosofía y Letras convertido en «marxista». Años 87-88. Recuerdo esa tarde en que salí de la sede de Clacso, donde le había entregado a Waldo Ansaldi mi último trabajo de seminario, ese con el que me recibía, escrito en mi Olivetti 45. Meticuloso con la información, terminé la redacción en el tren San Martín, con la máquina apoyada sobre mis rodillas, con cárbónico, para que me quedara una copia. Setenta páginas, interlínea simple, tamaño oficio. Salí caminando creo que por Callao, camino del departamento de quien, entonces, era mi novia, la mamá de mi primera hija, Laura: «erano i capei d’oro a l’aura sparsi». En el camino repasé todo, como si fuera la historia de otro, como si yo no la hubiera protagonizado. Tardé poco más de cuatro años en recibirme de profesor de Historia. Empecé la carrera de filosofía cuando ya estaba en tercero de Historia y por dos años cursé las dos en simultáneo: Lógica, Historia de la filosofía antigua, Pensamiento latinoamericano, Moderna, Ética. Medieval me la salteé. Cuando le entregué el trabajo a Ansaldi dije: «Basta de exámenes para mí, ya soy adulto».

Fue duro. Caminar veinte cuadras hasta la estación Muñiz, tomar el tren esquivando al guarda para no pagar (era eso o las fotocopias), bajar en Palermo, escalera, vereda, escalera, subte, Facultad de Medicina, Plaza Houssey, Marcelo T, esperar la ola que subía por las escaleras. Cursar solo los prácticos. Creo que usé el mismo pantalón negro y la misma camisa negra dos o tres años seguidos, al punto que un compañero me preguntó una vez, de buena fe, si era «músico de Piazzola». Volver a casa muy tarde, una o dos de la mañana, dormir en el tren. Caminar. Trabajos varios: con mi viejo, de albañil; vendedor de medicina prepaga para perros; cobrador de enciclopedias a domicilio; profesor de clases particulares de lo que fuera. Siempre sin un peso.

No fue eso lo que me hizo «marxista». No fueron mis «condiciones de existencia». Tampoco fue la Facultad, que propiciaba un marxismo «tramposo». En realidad, todos mis profesores, apodados «los modernos» (Hilda Sabato, Enrique Tandeter, Chiaramonte y otros por el estilo) eran gente que sabía poco de marxismo, del cual renegaban inútilmente, porque nunca lo habían sido. Junto con Sarlo y los modernos de Letras, importaron una serie de lecturas de marxistas prestigiosos, sobre todo ingleses (ellos inauguraron la ruptura con el marxismo francés, completamente dominante en Argentina hasta el Proceso): Thompson, Williams, Hogart, Hill, Hobsbawn, a los que instrumentaban a fin de avalar una apuesta «democrática». Es decir, la conversión en intelectualidad burguesa, el apoyo a Alfonsín y a la democracia capitalista como forma de dominación aceptable. Eso era «lo posible».

Había otra gente, en general, «dinosaurios», en la jerga «moderna». Nombro tres: Alberto Pla, Pablo Pozzi y David Viñas. Esa era «nuestra banda», aunque no nos identificáramos necesariamente con su forma de ver las cosas, yo en particular. Había otros, que uno leía/consultaba: Eduardo Gruner, Horacio Tarcus, Atilio Borón. Obviamente, había otras referencias, pero estaban fuera del mundo académico, referencias que sonaban «realistas» para quienes, como yo, tenían una insatisfacción creciente con el modelo de intelectual universitario. Gente que te miraba a los ojos y te decía: «largá esa paja mental y militá». Algunos aceptamos esa interpelación, aunque no estuviéramos del todo de acuerdo con la caracterización de aquello que había que «largar». Pablo tenía razón: había que salir de ahí para encontrarse con el mundo real. A partir de allí mantuve una persistente confrontación con su perspectiva del mundo intelectual, reconociendo que, en el fondo, su posición era correcta, aunque mal orientada. Pablo Rieznik, a él me refiero, me ayudó a entender «las cosas de este mundo». Pero no fue por eso que me hice marxista.

En esos años en que me fui poniendo colorado (yo venía de una familia radical y me identificaba con el radicalismo alfonsinista), la cuestión, en ese pequeño campo marxista de los ’90, era Thompson contra Althusser. Anderson era una excusa. Thompson tenía la clave para salir del gran cáncer del marxismo, Stalin. Ser thompsoniano en el mundo intelectual era como ser «trosko», es decir, estar en contra de Stalin. Yo quería ser «thompsoniano». En historia todos lo eran. Pero no me salía. Creo que solo José Sazbón, otro nombre importante para los que queríamos ser marxistas de verdad, y yo, éramos «andersonianos». Me pongo «colorado» ahora en otro sentido, más cotidiano, cuando descubro que me estoy poniendo a la altura («y yo») de alguien cuya estatura intelectual todavía me obliga hoy a mirarlo desde abajo, más aun en aquel entonces. Trampas de la redacción. Cursé con él un seminario sobre la famosa polémica y, con su erudición asombrosa, fue repasando pilas de bibliografía, hasta que llegó a Ellen Meiksins Wood y ese texto fantástico en el que inventa un Thompson más interesante que el real: «El concepto de clase en Thompson». Sazbón se mostró molesto porque nadie leyera a Meiksins y solo hubiera traducción en revistas españolas. «No. Hay una edición argentina de ese texto», le dije. Me miró con una expresión de sorpresa casi gatuna: «no puede ser, ¿cuál?» Y saqué el primer número de Contra la corriente, una revista inventada por mí, la antecesora de Razón y Revolución. Ojos como el dos de oro… Se la regalé. A la clase siguiente vino triunfante, sacó la revista de su maletín (donde guardaba galochas, un vaso y un pañuelo, entre otras cosas) y me dijo: «le falta un renglón». Había comparado la edición española con la nuestra y había detectado el error… A mí, que no puedo leer dos veces la misma cosa, me pareció el punto de no retorno de la obsesión intelectual. A partir de ahí, podía estar de acuerdo o no con lo que dijera, pero nunca iba a dudar de que era verdad. Aprendí mucho en ese seminario en el fondo, completamente inútil. Porque Thompson versus Anderson era una excusa para hacer cuentas con el Stalinismo. Era un problema serio en los años ’90. Había que ser guapo para ser marxista. Esa era una mochila que quebraba cualquier espalda. Pero tenía mucho de efecto de fachada, de trampantojo. Thompson escondía mal que entendía el problema pero no podía resolverlo. Y todos nosotros, en aquel momento, los que no queríamos que nos llevara la corriente burguesa que se imponía con el posibilismo, el posmodernismo, el posmarxismo, etc., etc., crecimos con el estigma del stalinismo, aunque más no sea por la negación. Incluso los que caminaban en paralelo al PC, ya sea por cuenta propia o bajo la máscara del guevarismo y Cuba, estaban en la misma posición incómoda. Creo que solo los maoístas se sentían felices en la suya.

Este cuento, ya demasiado largo, simplemente ilustra un momento de un pequeño sector de la intelectualidad marxista hacia mitad de los ’90, que no tendría importancia si no fuera porque reproduce por undécima vez una situación del mismo tipo, que se arrastra a nivel mundial desde por lo menos 1953: el fantasma Stalin. Stalin sigue ganando batallas después de muerto, como el Cid. Porque en términos estrictos, buena parte de las taras de la izquierda, en particular de esta izquierda tan trotskista que es la argentina, se encuentran en su persistente batalla con alguien que ya está muerto. Siguen batallando contra Stalin los que quieren ver en Lenin un «distinto», un Riquelme entre diez más. Siguen batallando contra Stalin los que buscan sustitutos en Lukacs, olvidando que era stalinista, en el Che, olvidando que era stalinista, en Gramsci, que no era mucho más que un buen bolchevique, en Mariátegui, que no era mucho mejor que los otros porque fuera peruano, etc., etc. Incluso los que quieren «volver a Marx», un lugar vacío. O a Hegel, un lugar inútil. A todos ellos, Stalin les gana porque es la revolución real contra un cúmulo de ilusiones, de «si hubiera pasado que…»

No me hice marxista por mis «condiciones de existencia», mis orígenes de clase, las lecturas universitarias ni la influencia de ese notable militante que fue Pablo Rieznik, el mejor de todos nosotros. No. Me hice marxista porque me hice adulto.
Hacerse adulto es aceptar las cosas tal cual son. Es dejar de pensar en opciones que no fueron. Es encarar la realidad con la angustia de no saber, de avanzar a oscuras en una habitación cerrada. Es mirar la vida como apuesta. La vida es una apuesta que puede salir mal. Es una película cuyo final no puede adivinarse.

Ser adulto es escaparle a la creencia absurda de que podemos anticiparnos al futuro, que si leemos lo suficiente, que si estudiamos, que si, que si, que sí. La infancia es avidez, es llevarse la vida por delante, por inconsciencia. La adolescencia (que no es sinónimo de «juventud») es un retroceso al «que si», un momento en que la realidad aparece como peligro, como algo que no puede, sencillamente, llevarse por delante. En ese momento, el sujeto se asusta y pide garantías. Pero en la vida no hay garantías. Atreverse a pensar sin padres, sin retaguardia y pagar las consecuencias, eso es ser adulto.

Buena parte de la izquierda argentina invita a los obreros argentinos a una masacre, a una crisis descomunal, a un cataclismo gigantesco. Es el precio a pagar por el socialismo. ¿Pero qué es el socialismo? Algo tan puro, tan inalcanzable, tan perfecto, que no tiene fecha de concreción. Tan universal, tan planetario, que resulta inabarcable aún por el obrero de imaginación más voluntariosa. Lo único que sabemos es que no habrá capitalistas ni estará Stalin. Es decir, esa izquierda invita a entregar la vida en nombre de un sueño vago, general, sin sustancia. Se entiende que para quien tiene problemas muy concretos, esta propuesta resulte una abstracción muy poco atractiva.

Ser adulto significa aceptar que o el socialismo es algo bastante más pedestre o, sinceramente, no vale la pena. Pedestre quiere decir: «aquí y ahora». Si el socialismo no puede pensarse «aquí y ahora», no vale la pena. Aquí y ahora, significa «en Argentina, hoy». Si no creemos que el socialismo es posible en la Argentina hoy, no mintamos más, no digamos lo que no es, atrevámonos a parecer lo que somos: o bien mesiánicos que mejor estarían en un siquiátrico que arrastrando gente a la muerte inútil, o bien, buenos reformistas a la Juan B. Justo. Y aquí aparece de nuevo Stalin y su fantasma: «¡¿estás hablando del socialismo en un solo país?! Sí, de eso estoy hablando. A mí Stalin no me va ni me viene. No me interpela. No le tengo miedo, duermo con la luz apagada porque no creo en fantasmas. La construcción de un programa lo más detallado posible sobre lo que haríamos con este país incluso en ausencia de la revolución mundial, es una deuda que tenemos con la clase obrera. Lo contrario es hipocresía reformista o delirio milenarista. ¿Pero vos creés que es posible el socialismo en un solo país? Sí, claro. ¿Pero se puede mantener algo así por mucho tiempo? No lo sé, es una apuesta. Pero si pasa el tren, hay que tomarlo. Pero, pero, pero, las fuerzas productivas, la necesidad necesaria necesitada, el capital como sujeto, la revolución permanente… Pavadas. Pavadas anti-estalinistas. Stalin murió y esas pavadas murieron con él. El tren pasa. Uno se sube o no.

Tarada por la tara del anti-estalinismo, la izquierda no solo argentina tiene un discurso milenarista y una práctica reformista. Una nueva crisis está a punto de estallar y no estalla. Una novela de Joseph Conrad, La línea de sombra, relata la historia de un momento: el barco se encuentra en medio del mar, sometido a una calma chicha, inmóvil en la nada. La acción pasa dentro de los personajes, que deben tomar decisiones. Estamos en un momento así. Es hora de tomar decisiones, de abandonar las taras del pasado y atrevernos a pensar una propuesta real, realista, explicarla a la clase obrera y batallar por ella. De darle a nuestro movimiento una esperanza cierta. Es hora de madurar.

Publicado en Debates con la izquierda.