Apuntes sobre el marxismo eleático. A propósito de las consideraciones estratégicas de la izquierda idealista

Cuando se habla de marxismo, se suele atribuir a tal etiqueta, la capacidad de actuar con conocimiento de causa. No comprender la realidad concreta que tenemos por delante, inhabilita cualquier acción política. Obviamente, para ello tampoco alcanza con reescribir El capital con una fraseología imposible de comprender y desde la perspectiva de un sustancialismo metafísico


La publicación de Historia de la Revolución Rusa por nuestra editorial resultó una ocasión útil para poner sobre la mesa el problema de la estrategia revolucionaria en la Argentina. Esa fue la función del prólogo que escribí para la ocasión. El texto fue criticado de una manera virulenta, pero ingenua, por miembros del PTS, a los que respondimos en las páginas de El Aromo. A su nueva intervención[1], más pobre todavía que la anterior, contestamos ahora. El artículo de Pablo Bonavena y Flabián Nievas, en este mismo número de Razón y Revolución, parece una respuesta a nuestras consideraciones sobre la estrategia guevarista en el prólogo que mencionamos. El de Juan Iñigo, también en este número de RyR, fue pedido especialmente por nosotros a los efectos de continuar el debate iniciado en otro momento, sobre este mismo problema de la estrategia revolucionaria. Intentaremos aquí una respuesta a los tres.

I. El retorno del foquismo

Bonavena y Nievas, correctamente, señalan la necesidad de recuperar, para el socialismo, la eficacia estratégica, comenzando por “una rigurosa medición de los acontecimientos y de la situación”. Según ellos, la clase obrera está hoy más derrotada que nunca, igual que el socialismo, y lo que sucedió en América Latina en los últimos años no fue más que una “tregua” en la “ofensiva neoliberal”. La izquierda tiene una presencia “nula” o “episódica” en los procesos abiertos de lucha de clases, con la excepción de Colombia. El neoliberalismo “cede” lugar al populismo, a fin de estabilizar la dominación luego de la conquista del territorio. Para los autores, el populismo latinoamericano no es un síntoma de un proceso de lucha que ha dado resultados positivos, sino una concesión graciosa del imperialismo, dado que, según ambos, la clase obrera permanece pasiva, entre otras cosas por la recuperación económica. Los compañeros naturalizan así, transformando el resultado final en una estrategia inicial, el resultado momentáneo de la lucha de clases: los EE.UU. previeron el crecimiento económico y organizaron el “populismo” latinoamericano como forma de “estabilizar” la situación. Salvo que uno crea que el capitalismo es Dios, que todo lo ve y todo lo anticipa, porque para él no hay tiempo ni lugar, y que además realiza concesiones por las que nadie lucha, debiera interpretarse la realidad latinoamericana de otra manera: a fines de los ’80 comenzó en América Latina un proceso de recuperación de la iniciativa de la clase obrera, muy incipiente y limitado. Ese proceso se aceleró durante los ’90 e hizo eclosión hacia el 2001, fenómeno que es más o menos mundial, no exclusivamente latinoamericano. La aparición de los “populismos” es un resultado de la lucha de clases. Tal vez por eso los compañeros no quieren utilizar un nombre mejor, bonapartismo. Porque para Bonavena y Nievas, no ha pasado nada.

A continuación, los compañeros, recitando un cierto ABC, del estilo “la suposición de que una crisis, incluso aguda, acarrearía automáticamente un avance proletario no abreva en el marxismo”, creen que logran disipar el grueso error de análisis que presupone declarar vacío el horizonte de una clase obrera que, en Latinoamérica, ha creado esos regímenes que demuestran, por su sola existencia, que algo se ha movido. Es claro que no ha habido revolución alguna, si no, no estaríamos discutiendo esto. Estaríamos discutiendo la construcción del socialismo. Pero pensar que la aparición de las asambleas populares en la Argentina, por tomar uno de sus ejemplos, es simplemente un momento de sindicalización primitiva de nuevos asalariados es, otra vez, aplicar esa forma de razonamiento funcionalista propio de la sociología burguesa o, como veremos más adelante, de un cierto marxismo eleático. El movimiento piquetero, las asambleas populares, el proceso venezolano, el boliviano y otros más, aquí y en el resto del mundo, crearon verdaderos problemas de poder al capitalismo. Que hayan podido controlarlos, no niega su existencia, por el contrario, lo prueba. Toda la discusión es qué panorama político queda tras esa crisis, en qué punto partiremos si, como los compañeros acuerdan, la crisis echa por tierra las bases económicas del bonapartismo. En esa discusión, los compañeros vuelven a contestar: nada. No queda nada porque no pasó nada.

Después de otro largo recitado de ABC, los compañeros hacen su propuesta: hay que volver al foquismo. O a alguna configuración de ese tipo. Aquí aparece en primer plano lo que ya se había insinuado al encumbrar a las FARC a la cúspide de la revolución latinoamericana y darle un más modesto segundo puesto al zapatismo (curiosa “guerrilla” que nunca tiró un tiro y cuya acción real nunca superó la del MST brasileño). Para Bonavena y Nievas, la guerra es un anticipo necesario de la revolución. De allí que sea África el punto del planeta más cercano al asalto del cielo. El poder, según los compañeros, y para decirlo en un lenguaje setentista, brota de la punta de un fusil y la revolución emerge triunfante de las ruinas de la guerra. Hay que forzar la historia para ubicar aquí a la Revolución Cubana, como no hagamos mención de la “guerra fría”. Lo mismo sucede con la Revolución Sandinista. La existencia de guerras tampoco garantiza nada, si no, allí tenemos Irán. De tener la guerra ese rol, las tendencias más revolucionarias debiéramos encontrarlas en Palestina, lamentablemente siempre en manos de agrupamientos usualmente un poco más a la derecha, un poco más a la izquierda de Arafat. El hecho objetivo de que toda crisis profunda va acompañada de guerras internacionales, no puede ser transformado en una condición necesaria para que en un determinado lugar un partido revolucionario tome el poder. Pero, aún concediendo este hecho, entonces ese presupuesto está perfectamente dado, porque lo que sobra hoy, en el mundo, es la guerra, elemento siempre presente en la historia de un sistema social que repudia el pacifismo todos los días.

Después de afirmar cosas obvias, como que la revolución contiene un problema “militar”, afirmación para la que no hace falta citar a Lenin, los compañeros acusan a la izquierda argentina de pacifista por no armar un ejército ya. Porque, o los compañeros están diciendo algo obvio, como lo que ya se señaló (y, por lo tanto, no hay discusión), o están llamando a la construcción ex ante de una fuerza militar. Si es esta segunda idea la propuesta, no vale citar a Lenin ni a la experiencia de la Revolución Rusa. En la experiencia rusa, el momento militar consiste en el armamento del pueblo, no en la formación de un brazo armado del partido. Esta última experiencia corresponde al momento maoísta-guevarista de la estrategia revolucionaria. Es obvio que en ambos casos la culminación del poder de la clase depende de su política “militar”. Lo que no es obvio ni se deriva de ello es el momento y la forma de la realización del poder militar de la clase: ¿antes de la hegemonía política del partido revolucionario o después? ¿Brazo armado del partido o pueblo en armas?[2] El guevarismo consiste en la primera opción; el bolchevismo en la segunda. El guevarismo-maoísmo presupone ciertas condiciones específicas, que los compañeros pasan por alto: la posibilidad de un ejército insurgente depende de la debilidad del Estado burgués y de su incapacidad para controlar el conjunto del territorio nacional. De allí el carácter de fachada del ejército zapatista, que no duraría media hora enfrentando militarmente al Estado mexicano. De allí la descomposición de las FARC, que llevan medio siglo en la selva sin que pase nada en Colombia. De allí la desaparición de Sendero Luminoso, por más que siempre quede algún loco tiratiros en algún rincón de la montaña. De allí el fracaso generalizado (los compañeros parecen no recordar este punto) del ERP, Montoneros y Tupamaros.

Es esta abstracción del proceso de lucha real, este examen ligero de las relaciones de fuerza realmente existentes, este funcionalismo seudo-leninista, que concluye o en una recomendación puramente libresca (hay que “leer” sobre la guerra) o en una prescripción disparatada (hay que dedicarse al tiro al blanco), la que puede ser caracterizada como el retorno del idealismo guevarista que condujo a la derrota a la última oleada revolucionaria del Cono Sur.

II. Dialéctica cero

La propuesta de Juan Iñigo Carrera es menos peligrosa, políticamente hablando, no porque sea más justa, sino porque se limita a la primera opción del tándem Bonavena-Nievas. No me cuesta nada decir que guardo el mayor de los respetos para su trabajo como economista, pero toda la excelente impresión que a uno le queda luego de examinar sus planteos en ese ámbito, se diluyen cuando se exponen sus conclusiones políticas. Aunque es obvio que algo no funciona en ese momento de pasaje, denunciando que algo está mal allí donde uno sólo ve lo correcto, no es este el momento para pensar ese problema. Nos concentraremos en la propuesta política.

Como sucede casi siempre, uno nunca sabe si Juan está diciendo algo original, pero disparatado, o algo razonable, pero obvio. Y también queda siempre la sensación de que se dicen cosas archiconocidas bajo un lenguaje innecesariamente abstruso. Por ejemplo: “sólo porque se encuentran sometidas al dominio de la mercancía, es que la conciencia y la voluntad humanas se determinan a sí mismas como libres de todo dominio personal ajeno”. O sea, en una sociedad de mercado no hay relaciones de sujeción personal. O: la tiranía del mercado reemplaza la del señor feudal (del faraón, etc.). O: el mercado es un dictador impersonal.

¿Cuál es la función de ese lenguaje abstruso? ¿Encubrir un conocimiento que no se tiene detrás de una pátina de discurso difícil? No. A Juan no le hace falta semejante artilugio de poco vuelo. Es algo más honesto y al mismo tiempo peor: una concepción idealista-deductiva del mundo social. Juan cree que el capital es Dios; luego, desplegando sus atributos por una simple deriva lógica, se adquiere un conocimiento real. De allí que todos sus textos en este nivel de análisis pierden toda riqueza empírica para transformarse en un perpetuo desdoblamiento de esta idea central: el capital como Dios. Así como no hay nada fuera de Dios, no hay nada fuera del capital. La expresión que sintetiza esta fórmula mágica del universo es la siguiente: “El capital se encuentra determinado así como el sujeto concreto inmediato de la producción y el consumo sociales”. Si el capital es el sujeto, luego resulta lógico que el lugar de la clase obrera sea el siguiente:

“La clase obrera se constituye a sí misma como tal en su relación necesariamente antagónica con el capital por la venta de la fuerza de trabajo por su valor. Pero el desarrollo de sus potencias revolucionarias específicas no se limita al desarrollo de la subsunción formal del trabajo en el capital. A través de la producción de plusvalía relativa, el trabajo se encuentra realmente subsumido en el capital. Aun como clase obrera y en su proceso de consumo individual, los obreros son atributo del capital, que los produce y los reproduce como seres humanos, o sea, como poseedores de conciencia. El capital rige hasta la ley de su reproducción biológica. Bajo la apariencia propia de la circulación de las mercancías de que se trata de una conciencia libre, la conciencia y voluntad del obrero no tiene otra determinación que el ser la forma concreta necesaria de la enajenación de las potencias del trabajo humano como potencias del capital: o sea, de su propia relación social general objetivada que se ha convertido en el sujeto concreto enajenado de la vida social.”

Hemos resaltado, en cursivas, la frase clave: si el capital es el sujeto, la clase obrera es su atributo. Y aquí nos encontramos con una inversión fabulosa: cuando debió decirse que el capital es el atributo de la clase, es decir, que el capital es nada y el trabajo todo, se dice exactamente lo inverso. El trabajo es el sujeto enajenado, que debe volver a sí. Definir al capital como sujeto, de esta manera y en este contexto, es un simple acto de fetichismo. El trabajo humano es el sujeto; el capital es su forma históricamente contingente. Dicho al revés, en lugar de consagrar a la humanidad como su propio Dios, restauramos el reino de lo celeste, sólo que ahora Jehová recibe un nombre laico: Capital. La clase obrera es y no es un atributo del capital. Por eso, decir que la única potencia que la clase obrera tiene es la que le viene de ser atributo del capital es consagrar al capital como único ente existente, uno y eterno. Ni Parménides lo hubiera dicho mejor.

En efecto, en el principio era el Dos. No el Uno. Iñigo Carrera ha eliminado el antagonismo subyacente de toda realidad. O dicho de otra manera, ha eliminado la dialéctica. Si el trabajo es un simple atributo del capital, entonces no extraña que la descripción de la “conciencia revolucionaria” no sea otra cosa que un despliegue del propio capital. Que la revolución misma no sea otra cosa que uno más de los pases de magia de ese prestidigitador fabuloso. Hasta tal punto que la burguesía, a la que no se la nombra en ningún momento, aparece, mágicamente, transformada en clase obrera:

“Al mismo tiempo, en el proceso de expansión de su subjetividad productiva enajenada, el obrero colectivo se extiende hasta tomar a su cargo la coacción sobre sí mismo y la representación general del capital. La relación antagónica general entre quienes personifican a la fuerza de trabajo y quienes personifican al capital penetra al interior del obrero colectivo y, en consecuencia, al interior de la propia clase obrera.”

Salvo que se entienda por “personificación del capital” a otra cosa que burguesía, uno debiera pensar que, por ejemplo, Bill Gates es un obrero. La oposición ya no es entre trabajo (proletariado) y capital (burguesía) sino entre la humanidad y el capital.[3] Cómo puede el capital existir al margen de toda materialidad concreta es un verdadero misterio. Lo peor es que esta porción de la clase obrera se encuentra mutilada “en su capacidad para conocer su propia determinación como sujeto enajenado”. De modo que con ella no contamos. Pero los dos que siguen están peor, en tanto los “obreros ocupados”, diríamos en lenguaje de simples mortales, tienen una subjetividad degradada por el desarrollo de la potencia productiva, y los “obreros desocupados” han sido transformados en población sobrante. Dejando de lado que la conclusión obvia es que la clase obrera no puede nunca, entonces, ser sujeto de revolución alguna, el movimiento piquetero argentino (uno más de los varios ejemplos históricos del rol que los desocupados juegan en cada proceso revolucionario) no podría haber existido, si tal cosa fuera así. Iñigo confunde las relaciones técnicas del proceso de trabajo con las relaciones sociales: ¿de dónde le viene la conciencia superadora de los desocupados, si no están en relación inmediata con el capital? Del mismo lugar que le viene a todos los obreros: del carácter antagónico del conjunto de la vida social, carácter antagónico que no necesita brotar directamente de un torno. Es más, carácter antagónico que se expresa más agudamente cuanto más expropiado está el obrero: del hecho que, de no intervenir con una radicalidad creciente, su vida no puede reproducirse.

Sin embargo, para Juan nada vendrá de allí. Dios-capital, entonces, en su propia contradicción interna, se verá obligado a evolucionar: “Esta contradicción inmanente al modo de producción capitalista es la que lo hace llevar en sí la necesidad de superarse a sí mismo, engendrando en su propio desarrollo la organización consciente general de la producción social”. Al estilo del Imperio de Toni Negri, ya no hay que destruir al capital, como no hay que combatir al imperialismo: hemos de atravesarlo, por usar palabras del filósofo italiano. Aquí se abren dos alternativas: o bien nos transformamos en adalides de la concentración y centralización furiosas del capital, a fin de ayudarlo a llegar allí donde debe llegar; o bien concebimos nuestra tarea como innecesaria, en tanto cualquier cosa que hagamos no es más que la representación de un drama del cual sólo podemos actuar la parte que nos toca, con mayor o menor conciencia, sin posibilidad alguna de salirnos del libreto. Seguramente Juan esgrimirá aquí al compañero Spinoza y pretenderá que creamos que la libertad es la conciencia de la necesidad, pero eso es falso. La libertad es la acción consciente de la necesidad, que es otra cosa. La primera versión nos invita a enterarnos de lo que nos va a pasar inexorablemente. No lo haremos nosotros, lo hará el capital: “esta acción revolucionaria es la forma concreta necesaria en que el modo de producción capitalista realiza su necesidad histórica de superarse a sí mismo en su propio desarrollo”. La clase obrera debe tomar “en sus propias manos su relación social general enajenada”, dice, sin embargo, Iñigo Carrera. Que agrega que el proletariado sólo puede hacerlo “centralizando el capital como propiedad del Estado”.

Y aquí volvemos al principio: o se dice que la expropiación de la burguesía es un paso necesario para superar al capitalismo (lo que no tiene nada de extraño ni de original), o se dice que la revolución socialista consiste en desarrollar hasta el final el capitalismo. Lo que ya no es original (todas las teorías del capital monopolista dicen esto, igual que la tesis de la revolución managerial) pero además resulta en un absurdo: o el capital ya no existe, porque la relación capitalista fue rota (en tanto se expropió a la burguesía) o el capital no es una relación social sino una entidad metafísica. Todos los indicios apuntan a esta última y lamentable conclusión. El Estado mundial sería Jesús: la mayor aproximación de Dios en la tierra. Este Estado mundial seguiría siendo capitalista aún cuando ya no existiera burguesía alguna. Por qué, es una buena pregunta. Si se dice, como se señala al final, que el reino de la libertad adviene con la abolición del Estado, bien, estamos de acuerdo. Pero si se presupone que sólo la eliminación del Estado implica la abolición del capitalismo, volvemos al terreno pantanoso en el que nos venimos moviendo, en tanto que ahora el capitalismo es el Estado. Cuando decíamos que Iñigo Carrera eternizaba al capital, no mentíamos…

¿Adónde va todo esto? ¿Cuál es la propuesta concreta de organización y de acción? ¿Qué debemos hacer? La “acción revolucionaria de la clase obrera necesita contestarse acerca de si una crisis de superproducción general, con su necesidad de acelerar el desarrollo de la productividad del trabajo, puede devenir la forma concreta…” ¿Y?

III. Bajo el imperio de la voluntad infantil

Al igual que en los casos anteriores, la posición del PTS sobre la estrategia revolucionaria es la expresión de un idealismo ciego a las circunstancias concretas, que se resume en un formulismo abstracto. Como todo idealismo, se presta al oportunismo, en este caso, expresado en el famoso “gaffe” de las retenciones diferenciales, que ató al PTS a la fracción más reaccionaria del agro pampeano.

¿Qué es “el imperio de las circunstancias”?

Los compañeros del PTS ahora reculan sin reconocerlo, como hacen siempre. Después de señalar claramente que ni Castro ni Mao eran revolucionarios, sino de casualidad, es decir, no lo eran, los obligaron a serlo, ahora reconocen lo contrario, claro que de una manera vergonzante. Si les da vergüenza decir “me equivoqué”, bien, qué se le va a hacer. No todos tienen ese coraje elemental. En la presentación de la respuesta, los compañeros del PTS insinúan que me “apresuré” a contestar, como si alguna tragedia se cerniera sobre mi cabeza (o la de RyR) por dejar de hacerlo. El Aromo sale cuando sale, ese es todo el asunto. Y nosotros respetamos a quienes se toman el trabajo de evaluar el nuestro, para bien o para mal. No como el PTS, que vive plagiándonos y tratando de ocultar a sus militantes nuestro trabajo. Tratemos, de todas maneras, de volver al problema central.

¿Qué es una “estrategia”? ¿Algo que se enuncia o algo que se hace? Todos los revolucionarios tienen ideas de cómo hacer las cosas, antes de que los hechos se les vengan encima. Si hemos de juzgarlos por eso, Lenin no era revolucionario y Trotsky tampoco: uno porque creía que el proceso revolucionario iba a ser distinto de lo que fue; el otro porque no creía en la necesidad de la construcción metódica de un partido. Hablar de una “confluencia” y bla, bla, bla, es una simple reconstrucción a posteriori para endulzar los hechos y hacerlos coincidir con una amañada forma de presentar los problemas. Todos los revolucionarios obran bajo el dominio de “circunstancias” excepcionales. En primer lugar porque nadie elige el contexto bajo el cual adviene a la vida en general y a la situación revolucionaria en particular; en segundo lugar, porque si hay algo verdaderamente excepcional, es una situación revolucionaria. Castro y Mao podrían haber actuado de otra manera, como lo hicieron Kerensky o la socialdemocracia alemana. El imperio de las circunstancias los puso frente a la necesidad de elegir y eligieron revolucionariamente, incluso contra lo que antes habían pensado. Los compañeros del PTS tienen una idea completamente infantil de la revolución y no han leído, ni siquiera, la primera página del Dieciocho Brumario.

Sobre la “incondicional” oposición de Lenin a la burguesía liberal. Parece que los compañeros no saben que apoyar un programa agrario que entrega la tierra a los campesinos constituye una alianza con la burguesía. Tal vez por eso crean que reivindicar la “lucha independiente de la FAA” sea parte de una construcción revolucionaria… ¿Qué son los campesinos que devienen propietarios sino burgueses? ¿Qué fue la NEP? Durante todo el proceso revolucionario, el Partido Bolchevique se debate entre dos alianzas burguesas: la NEP, es decir, la alianza con la burguesía agraria; el capitalismo de Estado, que Lenin propone como fórmula de alianza con la gran burguesía industrial. En un país donde la masa de la población es burguesa (eso quiere decir que hay “cien millones de campesinos”) donde la clase obrera es una minoría y donde la revolución mundial se ha estancado, no por culpa de Stalin sino por las derrotas en Alemania e Italia, ningún revolucionario puede pensar la revolución sin una alianza con alguna (o varias) fracciones de la burguesía.

Sobre el “imperio de las circunstancias”. ¿Por qué se impuso el Stalinismo, entonces? ¿Por la perversidad de Stalin? ¿Porque Trotsky no luchó adecuadamente? ¿Porque Trotsky no luchó lo suficiente? ¿Porque Trotsky no tenía el programa adecuado esta vez? A pesar de la lucha de Trotsky, el Stalinismo se impuso. Ese solo ejemplo, que contradice todo lo que los compañeros han dicho, debería hacerles pensar de lo simplista de su concepción de la historia, limitada a la astucia de individuos bienpensantes. El “imperio de las circunstancias” son todas aquellas determinaciones no controlables por el sujeto (cualquiera sea él). Sólo como resultado del triunfo más completo, el imperio de las circunstancias desaparece, es decir, juega a nuestro favor. Hasta ese momento, la acción revolucionaria se desenvuelve contra el imperio de las circunstancias. Precisamente por eso es necesario el conocimiento científico de esas determinaciones reales ajenas a nuestra voluntad: para saber cuál es el camino más eficiente de todos los posibles. Lo que incluye también la conciencia de los límites de nuestra acción: Trotsky, como la biografía de Deustcher demuestra palmariamente, era muy consciente de los límites de su lucha contra el Stalinismo y de las pocas ilusiones que tenía, sobre todo después de los juicios de Moscú. Por eso construye la Cuarta Internacional, a la que sólo podía sacarla del ostracismo político la renovación del ciclo de la revolución mundial, es decir, el cambio de las circunstancias. Si el PTS tuviera algo más que una leve pátina intelectualosa y se preocupara por un conocimiento científico de la realidad, entendería por qué Marx dedica veinte años de su vida a escribir El Capital, como Trotsky dedica otros tantos a escribir sobre la Revolución Rusa. Para el PTS la militancia es otra cosa, eso es “academicismo”…

Al borde…

Al borde de la estupidez se coloca quien no tiene mejores argumentos que desfigurar los de su contrincante. Sus propias cifras demuestran que la inmensa mayoría de la clase obrera argentina no cae dentro de la categoría “obrero fabril”. Tal vez por eso han preferido hablar ahora del campesinado… De lo que estamos al borde hoy, es de la desocupación de masas recurrente: 1982, 1989, 2001. El PTS miente deliberadamente: “Sartelli ha insistido en el argumento de la desocupación masiva en las sucesivas ediciones de su libro La Plaza es nuestra, sin aportar un sólo dato concreto.” Parece que mis críticos pasaron por alto la tabla 3 de la página 181, en la que datos de Ernesto Kritz, una autoridad en la materia, muestran que la desocupación, a julio de 2006, estaba apenas  un punto por debajo de 1998, y alcanzaba casi al 14% de la PEA. Una magnitud que sólo se alcanzó en la Argentina (y en buena parte del mundo) en momentos de crisis general (como en los ’30). Lo que el PTS no entiende es que el argumento central consiste en un fenómeno más profundo y de más largo plazo: el incremento sistemático de la población sobrante. Eso es lo que le da, a los desocupados, un lugar “no anecdótico” en la vida argentina actual. A los desocupados y a la enorme masa de población sobrante que aparece como “ocupada” pero en realidad es desocupación latente: el empleo estatal es el mejor ejemplo. Esa es la razón por la cual docentes, estatales y desocupados han protagonizado la vida política de la clase obrera argentina en los últimos 20 años. El que no ve ese fenómeno, se condena a la marginalidad. El PTS debería haber tomado cuenta de ese hecho, que explica su nulo crecimiento en estos años.

La inflación va a sacar a la calle a la clase obrera ocupada, sí, dije eso. Así es y está ocurriendo en estos momentos. Hay un renacimiento sindical. Está dicho en La Plaza… Lo que el PTS se olvida de señalar es que las direcciones que ese “renacimiento” se da, son las  mismas que protagonizaron el movimiento piquetero. Por otra parte, sólo la descomposición social va a obligar, a los obreros ocupados industriales, a la acción política, algo que, hasta ahora, viene siendo tan claro como el agua clara. Tan sencillo como esto, no hay ninguna contradicción. Nadie niega que haya recuperación “social”, es decir que aumente la ocupación, aunque con cifras realistas la desocupación “simple” todavía no baja del 11 o 12%. El PTS se hace el tonto sobre su defensa de la centralidad política del “obrero fabril”: de eso estábamos hablando. Como el que calla otorga, me doy por bien pagado.

El PTS ha dado un nuevo paso hacia el maoísmo: ahora resulta que de un artículo de Página/12 obtienen el conocimiento científico de la existencia de… ¡3.000.000 de campesinos! El PTS no sabe lo que es un campesino: el campesinado supone la existencia de la comunidad campesina. ¿En dónde existe ese régimen de la tierra en la Argentina? ¿En dónde existen derechos comunales, ausencia de propiedad individual de la tierra, etc., etc.? La llamada “agricultura familiar” esconde dos realidades distintas: pequeña burguesía más o menos en vías de desaparición, por un lado; proletariado con tierras, por otro. La inmensa mayoría de esos “campesinos” no son otra cosa que proletariado. El PTS no leyó ni a Lenin ni a Kautsky y se tragó las tonterías del MOCASE. Los “pueblos originarios” esconden la misma dicotomía, donde la categoría étnica encubre un consumado proceso de proletarización que tiene casi cien años. El PTS se traga el verso de la antropología burguesa que ve “indios” donde no hay más que obreros. Se traga también el verso de la burguesía “originaria” y de los punteros políticos de partidos burgueses que, en nombre del respeto a los “pueblos originarios”, arrean votos en cada elección. Es más, si el PTS quiere conocer algún representante de esos “pueblos originarios” le puedo presentar algún alumno de la Villa 31 de Retiro, en particular una señora muy simpática que articulaba ayer a los punteros de De la Rúa, Ibarra y Telerman, y hoy a los de Macri…

Revisemos un poco las cifras. Según el Censo Nacional Agropecuario de 2002 hay, en todo el país, 297.425 explotaciones agropecuarias, ocupando 174,8 millones de hectáreas. Se incluyen en esa cifra las explotaciones que van desde 0 a 5 has. hasta las que superan las 20.000. En todo el país, todas las explotaciones. O el PTS delira o hasta Luciano Miguens entra en la categoría “campesino”… Sumando todas las explotaciones de hasta 200 has., se llega a poco más, poco menos, 200.000 en todo el país. O el PTS delira o hasta Alfredo De Angeli es “campesino”… La seriedad del PTS queda ahora al descubierto. Podemos seguir jugando con cifras y veremos cómo el PTS no tiene idea de dónde vive: hay, en todo el país, según el Censo Nacional del 2001, 36.260.000 personas, redondeando. De ellas, 32.431.000 constituyen la población urbana (viven en localidades con más de 2.000 habitantes). Dicho de otra manera, hay aproximadamente 3.828.000 personas en condición de población rural (concentrada en localidades con menos de 2.000 habitantes o dispersas en el campo). Según el PTS y su fuente “científica”, toda la población rural del país es campesina… Ni el PCR es capaz de semejante afirmación. Sigamos un poco más. El PTS afirma que hay 3.000.000 de campesinos en provincias extra-pampeanas… Bien. Según el Censo Nacional 2001, fuera de las provincias “pampeanas” viven 12.000.000 de personas, de las que, según la ciencia petesista, un tercio son campesinos… Sin embargo, separando la población urbana de la rural, en las provincias extra-pampeanas hay 2.394.000 personas viviendo en localidades de menos de 2.000 habitantes o dispersas en el “campo”. Según el PTS, entonces, toda la población rural de las provincias extra-pampeanas es campesina, amén de que el Censo se “olvidó” de registrar unos 600.000 campesinos más… El PTS, que se dice “obrerista”, se olvida de que en el “campo” hay obreros y que, si hay obreros, ha de haber burgueses. Si descontamos la población de estas provincias en tales categorías (les dejo la tarea a los compañeros…), veremos cómo se evapora el campesinado y nos queda la realidad concreta de un país donde las relaciones capitalistas se han desarrollado a pleno.

El PTS, ridículamente, sale a defender a un “campesino” que no existe para encubrir que apoyó a la burguesía agraria pampeana más miserable. No tiene el coraje ni siquiera para llamar las cosas por su nombre. Habría que recordarle las palabras de Engels sobre el problema campesino en Alemania y Francia: no vamos a acelerar la desaparición del campesinado, pero no vamos a hacer nada para evitarla. Engels decía eso de verdaderos campesinos. Pero insistía que el programa socialista no sólo no debía “deformarse” para incorporar a campesinos reales, sino que, mucho menos podía incluir a quienes explotaban obreros. Para Engels, tal posición era lo mismo que renunciar al programa socialista. Eso es lo que hace el PTS. Lo peor de todo es que inventa un conflicto que no existe entre los “campesinos” y la “patria sojera”, conflicto en el que deberíamos tomar partido. Si efectivamente existiera un conflicto tal, podríamos discutirlo. ¿Dónde están los tres millones de campesinos? ¿Marchando contra la “patria sojera”? ¿Cortando las rutas de la soja? ¿Hay masas “campesinas” estilo MST brasileño asaltando chacras en Córdoba, Santa Fe o Entre Ríos? Lo único que se vio fue a los representantes del MOCASE y otros por el estilo reuniéndose con Kirchner… Resulta además que soy estalinista porque la Argentina está llena de campesinos a los que yo quiero expulsar bajo la forma de “colectivización forzosa”. Es decir, que para el PTS no habrá revolución agraria alguna porque no podemos expropiar a 3.000.000 de campesinos imaginarios. Da vergüenza que un partido que contiene obreros revolucionarios, como el PTS, permita que dos ignorantes (por decirlo suavemente) escriban cualquier cosa en su nombre.

Tres formas de idealismo estéril

Tanto los ignorantes del PTS como Bonavena y Nievas nos dan una respuesta a la pregunta obvia de todo revolucionario: ¿qué hacer? Organizar campesinos y agarrar los fierros. Cuesta ver en el texto de Iñigo, como propuesta, algo más que una actividad intelectual pasiva: comprende tu destino y resígnate a él. La revolución como un acto de voluntad ajena a toda determinación material no es más que la inversión idealista del idealismo que se pretende materialista porque defiende la revolución como el resultado automático del devenir de la metafísica de la mercancía. No hay ninguna contradicción con la que lidiar, se trata siempre del despliegue del Uno, sea el “individuo” o el “sistema”. Falta que Parménides se calce el fusil al hombro y marche por las sendas campesinas…


[1]Castilla, Eduardo y Jonatan Ros: “Rendido ante el “imperio de las circunstancias”, en http://pts.org.ar/spip.php?.articule10141

[2]Usamos aquí “pueblo” en el sentido leninista de alianza de la clase obrera y otras clases, fracciones y capas subalternas bajo dirección del proletariado.

[3]Se entiende entonces por qué Iñigo Carrera cree que una sociedad en la que el capitalista ha sido expropiado en masa, como en la URSS, sigue existiendo el capitalismo.

106-Marxismo-eleatico

Publicado en Debates con la izquierda.