Crónicas de la soledad. A propósito de 13 Reasons Why

The End of the Fucking World es una pequeña joyita. Dos temporadas al borde, descubriendo que la soledad es la madre de la locura y la relación, su remedio. 13 Reasons Why trata la misma temática y se arruina en la tercera temporada. Clay Jensen, que sufre de impotencia ante un amor que no se anima a encarar, compone un personaje muy prometedor, que se desvanece por completo y termina como un simple loquito que no sabe qué hace por las noches. Las dos primeras temporadas giran en torno a un artilugio interesante, los casettes de Hannah Baker. Las dos últimas son absurdas, no tienen eje claro, todo se reduce a la maldad de los padres de Brice Walker, Monty de la Cruz y Justin Foley. La perspectiva sobre los padres es infantil: nunca escuchan, no saben nada. Digo infantil, porque es claro que los padres de Clay son excelentes y que no hay mucho para decir de los de Hannah. Para colmo, la “rebeldía” de los últimos capítulos carece de objeto, porque los adultos resultan ser todos buenos y los jóvenes se comportan como Homero en el capítulo en el que va a la universidad, rapta a un cerdo y atropella a un director. Todo se les perdona, incluso el hecho de que hayan matado a una persona y hayan culpado a otra que, en última instancia, también muere por la irresponsabilidad de un conjunto de mocosos que harían mejor en hablar con padres que se muestran siempre, con las excepciones dichas, extremadamente comprensivos.

La homosexualidad es un hecho sorprendentemente aceptado, lo que no deja de resultar extraño, en tanto en la primera temporada, una de las causas de la depresión de Hannah es el bulling a causa de la divulgación del “affaire” con su compañera. Algo parecido sucede con las relaciones raciales (no hay conflicto allí, salvo algunos pasajes) y las de clase (aunque algo se insinúa en relación al papel que juega Brice en el desarrollo de la historia y en la suerte final de Justin Foley). Hasta los policías son comprensivos en grado extremo, incluso con inmigrantes ilegales como Tony Padilla, hasta el punto de ocultar el crimen de Alex Standall. Dicho de otro modo, lo que empieza siendo prometedor, el relato de una adolescente maltratada hasta el suicidio y el dolor desgarrado de quien la ama más allá de la vida, termina en una estudiantina mediocre y feliz, de la cual, lo único que tal vez se salva es la experiencia de Tyler Down, que vuelve a remitir al acoso bestial contra una persona frágil, que esquiva la muerte gracias, otra vez, a la relación social.

El discurso final de Clay resume las limitaciones insalvables de un constructo ideológico que no podía sino ser yanqui: la sociedad cae fuera del escrutinio, el problema es la “secundaria” y la solución, es la amistad y la familia, conclusión a la que ya habíamos llegado por boca del sheriff Díaz. Esta conclusión devalúa el potencial crítico que la primera temporada contenía en esos trece cassettes. Nos salvamos por la relación social, pero no por cualquiera, sino por aquellas que corresponden al amor y la amistad. Cuando el amor y la amistad se hacen imposibles, o cuando solo funcionan como refugio y salvación, algo está mal en el conjunto de la vida social. Esa dimensión de la crítica, que podría haber hecho progresar una historia que, de lo contrario, debería haberse cerrado en la segunda temporada, arruina definitivamente una serie que podría haber sido un hito importante en la reflexión sobre la violencia social en la sociedad capitalista.

Publicado en Grageas.