Docentes, policías y represión

¿Qué es la «represión»? Una perspectiva ingenua la entiende como simple uso de violencia física, siendo sus ejecutores necesariamente «malos», carentes de toda contradicción y solo determinados por su voluntad de «reprimir». Sobre todas las cosas, la represión ideológica no existe. Así, el policía es «malo», el docente es «bueno». Una mirada más compleja se vuelve necesaria si queremos entender la realidad.


La expresión “represión” es de uso coloquial. Se podría hablar largo y tendido acerca de lo que revela su uso. Desde un punto de vista foucaultiano, por un lado, represión supone evitar que algo “salga” (como la discusión acerca de la sexualidad Reich/Foucault). Supone, por lo tanto, la existencia a priori e independiente del acto de reprimir, de ese “algo”. Supone también que todo consiste, simplemente, en impedir esa salida, es decir, una acción puramente negativa, dejando de lado el aspecto “constructivo” del poder. Reprimir, desde esta perspectiva, no es una buena forma de describir lo que el poder hace.

Si nos paramos ahora en Gramsci, podemos ampliar la perspectiva. Porque “represión”, al menos en su acepción más burda, excluye algo más que el ejercicio puro de la violencia desde una externalidad del represor. El represor no está, no comparte, no vive en el mismo mundo que el reprimido. Dicho de otro modo, la represión es algo que no está adentro, está afuera. Luego, el reprimido no puede colaborar, no puede asentir, no puede estar de acuerdo en su propia represión. Sin embargo, gramscianamente, en tanto el poder es una mezcla de coerción y consenso, no hay forma de reprimir, sobre todo, del modo cotidiano, sistemático, sin la aquiescencia del reprimido. Los “reprimidos” consienten en su represión, porque el sujeto dominante vive en su interior.

El represor, por otra parte, no puede ser reprimido, porque por eso es represor. La figura del “represor reprimido” no cabe, entonces, en esta perspectiva ingenua del poder. Están los “buenos” (los “reprimidos”) cuyas acciones, sean cuales sean, deben ser festejadas, y los “malos” (los “represores”), que hacen todo lo reprochable de este mundo. La figura del represor, entonces, no puede estar mezclada con otras figuras, como la del protector. Esta es una de las razones por las que circulan fábulas maniqueas acerca de la figura de la autoridad, según se la quiera ver. En un caso se enfatizará en el momento “represivo”; en otro, en el momento pedagógico: me ponía límites, pero me enseñó a…

Una idea similar lleva a considerar la represión en forma monolítica: el represor no duda, no tiene contradicciones, no puede quebrarse. Ha de ser, por lo tanto, enfrentado directamente, a pura violencia. Por sobre todas las cosas, no vale para él, ninguna otra determinación, ni siquiera la de clase, que ponga en cuestión su “esencia” represiva. Algo que tampoco puede considerarse, en esa mirada, es que buena parte de la represión consiste en estimular la rebelión. Es decir, que discursos y prácticas supuestamente ligadas a la rebeldía pueden ser (no siempre, por supuesto) profundamente conservadores. Pareciera que, por definición, hippies, ecologistas, feministas, activistas transexuales, defensores de los derechos de los animales, sindicalistas, no pueden ser defensores del statu quo, sobre todo si andan por la calle y tiran piedras. Que la “normalización” de la rebeldía es un poderoso auxiliar del poder, a mucha gente se le escapa.

Por sobre todas las cosas, para el decálogo del crítico ingenuo de la represión, reprimir es siempre un acto de violencia física. La represión no entra en el campo de la ideología y no existe la represión ideológica. Así, los policías son represores, lógicamente, pero los docentes no. No importa que los primeros puedan reprimir al ladrón que acaba de empujar a la pobre vieja que sale de cobrar su magra jubilación, mientras los segundos desarrollan en la cabeza de los niños las ideas que justifican la sociedad en la cual los ancianos están destinados a la miseria.

Frente a esta mirada tan bruta del problema, es preferible la fórmula clásica marxista de la hegemonía de clase (o de la dominación, otra vez, se puede hablar mucho sobre esto): la hegemonía es una mezcla (suma, interrelación, etc., no viene al caso ahora) de coerción y consenso. Es decir, uso de la violencia material directa más “acuerdo”, “pacto”, “deferencia”, aceptación, etc. Se ha escrito mucho sobre el asunto, en particular con referencia a Gramsci. Es una fórmula que no deja de contener peligros. Una de las tentaciones es la de entender el “consenso” como expresión de la “libertad” del dominado. El consenso sería una forma “pacífica”, “no violenta”, “democrática”. De esa manera, se instrumentaliza a Gramsci para la defensa de la democracia burguesa (Gramsci no es del todo inocente….). Aquí vale recordar a Raymond Williams: las acciones “libres” de los dominados son siempre elección bajo presión. Esa presión es la amenaza de la violencia permanente, subterránea. Es también la violencia de la repetición, es la mano tendida después de la cachetada, es la censura de ideas, sentimientos, etc.. El consenso es, entonces, una forma de violencia que descansa en la coerción. Una forma “homeopática”. Una forma que funciona mejor cuanto menos se parece a la violencia (“hago esto por vos”; “con la leche templada y en cada canción”).

Entonces, se trata de dos formas de violencia, solidarias y complementarias. De las dos, la más peligrosa, es la segunda. Por insidiosa, silenciosa, subterránea; y porque conquista la conciencia, la moldea y la hace actuar (“morir por la patria”; “las nenas y la cocinita; “los varones y la pelota”, etc.) según el poder desea, es decir, en contra de los intereses que devienen del ser social de los dominados. De allí la importancia de la reflexión de Lukacs sobre la falsa consciencia. Esa contradicción entre el ser social y la forma específica de la conciencia desarrollada por el poder en la cabeza de los dominados, hace que siempre esa soldadura sea inestable y que esa contradicción cree un espacio de libertad que suele manifestarse primero como acción, incluso como acción banal (un chiste, una pequeña trampa, etc.) como la que analiza Robert Darnton o como se puede leer en Genovese o Thompson. Pero su desarrollo lleva camino a formas más complejas de conciencia y acción. La fuerza de la educación (es decir, de la conciencia burguesa en el proletariado) puede ser extremadamente fuerte: se puede pensar, por ejemplo, en la famosa reflexión de Trotsky y Lenin sobre la “incultura” y el atraso del obrero ruso frente a la educación del obrero alemán, fenómeno que, paradójicamente, liberaba al primero del yugo de la ideología burguesa y que explicaba su rápida aceptación del bolchevismo.

Por eso, un docente con conciencia burguesa es un represor más peligroso que un policía. El uso de la violencia directa presupone siempre que la dominación tambalea. Es muy eficiente en el corto plazo y por períodos muy breves, pero puede resultar muy peligrosa si no encuentra un canal más sustantivo (“las espadas” decía Napoleón…). Y si fracasa, abre camino a la revolución (piénsese en Kornilov). Obviamente, así como un soldado que se da vuelta es un rebelde armado, un docente socialista puede causar un daño incalculable al sistema capitalista. Más lento, más insidioso, menos visible, pero a la postre muy eficiente. La burguesía argentina, que cree que ahorra con docentes mal pagos en la provincia de Buenos Aires (y otras), no parece darse cuenta de lo que significa que decenas de miles de docentes trotskistas entren todos los días a las aulas. Un problema para nosotros es organizar esa fuerza intelectual. Porque un docente trotskista (o guevarista, o lo que sea) puede perfectamente tener una conciencia sindical muy firme y una perspectiva política clara, pero no conectarlas con su tarea áulica. Sobre todo, los trotskistas, que tienen una perspectiva muy sindicalera. Llegamos a la paradoja de un revolucionario que deja la revolución afuera del aula. De allí que entre los docentes no alcanza con sindicalismo, es necesario que el socialismo entre al aula.

Resumen: policía (coerción); docente (consenso) son las dos caras de la hegemonía burguesa, las dos formas de violencia (para no usar “represión”, por las razones que ya expliqué) de la clase dominante. Como la clase dominante no puede ella misma cumplir esas funciones (como hacían los homoioi espartanos) dada la magnitud inabarcable que eso tiene en la sociedad capitalista, debe apelar para ello a miembros de la misma clase enemiga. Y aquí aparece, de nuevo, la contradicción entre el ser social y las formas de conciencia. En esa grieta tenemos que meternos, respetando las particularidades de cada ámbito específico. Como el agua que se mete entre las grietas de la piedra y, cuando la temperatura baja y se congela, la hace estallar.

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