Mega minería y capitalismo

Eduardo Sartelli

La “mega” minería es simplemente “minería”. La minería es necesaria, no hace falta que se explique, salvo que alguien quiera volver a tiempos anteriores a la revolución neolítica. Lo “mega” de “mega minería” es simplemente la escala de la producción, que representa un salto cualitativo en la productividad. Antes se agujereaba la montaña y se extraía, trabajosamente, lo que se buscaba. Ahora se pulveriza la montaña entera.

En cualquier caso, al mineral resultante siempre hay que tratarlo con algún elemento químico que permita separar lo que se busca de lo que no sirve. En la “mini” minería de Potosí, a fines del siglo XVI, se sacaba la plata de la montaña a hombros de los indígenas y se la trituraba para luego mezclarla con mercurio extraído en Huancavelica. El mercurio destruía las conexiones nerviosas, la vaina de mielina que recubre el axón de las células nerviosas, y afectaba el cerebelo, centro del equilibrio. Con el tiempo, los mineros eran dominados por lo que llamaban entonces “borrachera de las minas”, porque la destrucción del sistema nervioso provocaba, primero que nada, alteraciones en el equilibrio, como si la persona estuviera borracha. Millares de personas murieron por esto.

La “mega” minería permite condiciones productivas muy superiores, amén de condiciones de trabajo muy elevadas en relación al pasado. También permite controles productivos mucho más efectivos. Genera, además, muchos puestos laborales. Es, entonces, un avance en la productividad del trabajo que no se puede despreciar. Eso no significa, sin embargo, que no deba existir un debate pormenorizado en torno a la validez de tal o cual emprendimiento. En efecto, un proceso productivo puede ser muy eficiente y beneficioso en relación a todo lo que hemos dicho y, sin embargo, no resultar aceptable.

“Aceptable” o “no aceptable” son valoraciones. Como tales, solo tienen sentido en relación a intereses sociales. Digo “sociales” y enfatizo “sociales”, porque no es el capricho de una persona o un grupo de personas, incluso de toda una clase social, lo que debería determinar la “aceptabilidad” de algo, sino el conjunto de la vida social (lo que incluye, por supuesto, a otros animales además de los seres humanos). Los valores, en las sociedades en que vivimos, son siempre valores “de clase”, porque vivimos en sociedades de clase. De modo que cuando hablamos de un proceso productivo, lo primero que hay que hacer es preguntarse: ¿bajo qué forma social se despliega ese proceso productivo?

Va de suyo que un proceso productivo puede desarrollarse bajo diferentes formas sociales. El llamado “taylorismo” es un avance fabuloso en relación a las fuerzas productivas y la productividad humana. Bajo formas sociales capitalistas, significa la degradación de un ser humano a una pieza repetitiva de un engranaje que lo domina hasta su destrucción física y mental. ¿Por qué? Porque todo avance tecnológico es, para el capitalista, una ocasión para despedir trabajadores (reales o virtuales), alargar e intensificar la jornada laboral y aumentar sus ingresos. Bajo otra forma social, las ganancias de productividad se pueden repartir en reducción del tiempo social de producción de la riqueza (y, por lo tanto, tiempo libre para todos) y acortamiento de la jornada de trabajo (tiempo libre para el productor directo). Una máquina que produce el doble significará para el capitalista más ganancias y menos empleos (absolutos o relativos). Para una sociedad socialista, una jornada de trabajo más corta. Para unos, aumento de la explotación y desempleo; para otros, pleno empleo y jornada reducida. Entonces, el problema de la “aceptabilidad” es siempre un problema de clase: para los capitalistas siempre será aceptable lo que produzca más ganancia individual; para la sociedad socialista, solo aquello que produzca mejores resultados globales.

Esto ayuda a despejar algunas cuestiones. Por un lado, la manía de tomar a tal o cual empresa como objeto de lucha y enemigo central. Monsanto, por ejemplo, aparece como la clave de la lucha contra el glifosato (dejo de lado aquí cualquier consideración sobre este producto específico). Como si el glifosato y todo lo que está asociado a ello fuera el interés de una empresa con un poder omnímodo capaz de dominar gobiernos por todo el planeta y acallar a todo el mundo. En realidad, la fuerza de una empresa tal no deriva de sí misma, sino del hecho de que su interés es el de toda la burguesía. Son “Monsanto” desde la empresa en cuestión hasta el quiosquero de la esquina. Sin glifosato, los vendedores del producto, los productores agrarios, los transportistas, la industria química asociada, los empleos que dependen de todos ellos, los comercios que venden todo lo que consumen esos empleos, los productores que producen todo lo que venden los comercios que dependen de esa demanda, se desplomarían. Y no sirve señalar, conspirativamente, que hay mejores métodos probados a la escala de la que hablamos, no la del movimiento de los focolares, porque si fuera negocio, ese método ya hubiera desplazado al anterior, simplemente porque los capitalistas quieren ganancia. Dicho de otro modo, el problema es el conjunto de la vida social, el capitalismo. Decidir “glifosato sí”, “glifosato, no” implica redefinir la configuración misma de la vida social. En esa nueva configuración, con otro uso, incluso el glifosato puede tener su lugar o no, depende del conjunto de consideraciones que la sociedad realice. Hoy, ese conjunto de consideraciones se reduce a los intereses de una clase, la burguesía. Toda la burguesía. El mismo razonamiento se puede hacer con la “mega minería”. Luchar contra la “mega minería” en sí misma es un absurdo.

Por otro lado, este razonamiento lleva a considerar de otro modo la lucha ecológica. Aquellos que se limitan al “negacionismo” simplemente tiran el bebé con el agua sucia y, de paso, amontonan a un conjunto cada vez más grande de población que, teniendo que vivir de algo, no pueden darse el lujo de rechazar fuentes de empleo en un país donde la desocupación hace estragos. Dicho de otro modo, el negacionismo simplemente termina creando negacionistas del negacionismo.

Es cierto que, hasta que no haya un control colectivo sobre la vida productiva (y eso no sucederá hasta que se elimine la propiedad privada) no habrá realmente ningún proceso productivo en el que podamos confiar. Pero eso no se resuelve con simple negacionismo. Si la mega minería sanjuanina está envenenando y destruyendo los ríos de San Juan (entre otras cosas) puede deberse a que el método en sí sea demasiado destructivo por más controles que se impongan (y, por lo tanto, deba ser prohibido, no importa los buenos resultados que obtenga en otros ítems, simplemente porque hay métodos que no funcionan bajo ninguna forma social), o que se necesiten controles mucho más estrictos. Bajo esta forma social, esos controles siempre serán endebles, pero hay que luchar por ellos, por ejemplo, mediante la creación de tribunales populares medioambientales con capacidad de veto de cualquier proceso negativo. Pero siempre estaremos limitados al control externo de los intereses inmediatos de los capitalistas. Y eso es siempre un control limitado, amén de que impide rediseñar el conjunto del proceso productivo social, la clave para decisiones globales de largo alcance que permiten cambios sistémicos que tienen consecuencias estructurales (como, por ejemplo, una agricultura sin agroquímicos no integrables al ecosistema, sin que se desmorone la vida social). Para eso hay que pensar la sociedad como un todo. De lo contrario, se cae en falsas soluciones que no pueden atraer a las masas que tienen que comer todos los días. Dicho de otra manera, ecología sin socialismo se transforma en un sueño místico que se resuelve en un planeta sin seres humanos o una especie de Pandora post- apocalíptica. La reivindicación de un suicidio colectivo a lo Jim Jones no puede ser el programa de una izquierda socialista. Tampoco, alentar y aplaudir movimientos que no llevan a ningún lado, simplemente porque esa gente vota y uno no quiere quedar “pegado” al “agro-negocio” o al “negocio minero”. Cuando se reacciona de esa manera, se hace demagogia y, lo que es peor, se deja que el programa del partido revolucionario sea escrito por quienes no tienen una perspectiva socialista de la vida social.

Publicado en Definiciones y conceptos, Sin categoría y etiquetado .