Prospecciones políticas y profecías complacientes. Una evaluación de «El legado del bonapartismo», de Milcíades Peña

Biblia del trotskismo argentino, no se puede negar que Peña no haya sido un marxista inteligente. Menos, que decretó el “conservadurismo” de la clase obrera argentina cuatro años antes del estallido del Cordobazo. Peña elaboró un esbozo de historia argentina carente de sustento empírico, más bien, el inicio de un programa de investigación. El trotskismo toma sus apuntes y los transforma en teoría comprobada. Sin embargo, de su lectura se comprueba una profunda falta de sustancia, más que una concienzuda reflexión sobre la vida nacional. Aquí, un balance sobre su “balance” sobre la clase obrera argentina, publicado en la revista Dialéktica n° 10, agosto de 1998.


El problema no es de la moda mundial ni de que haya tan mala memoria el problema no queda en la gloria ni en que falte tesón y sudor.  Silvio Rodríguez

Durante años olvidado, Milcíades Peña es objeto hoy de un «revival» un tanto sorprendente, no tanto por la justicia pendiente que merece su obra, como por la forma en que ha venido a ser resucitado. Por un lado, una cantidad nada despreciable de ex militantes-hoy profesores académicos ha tomado sus textos como fuente de la que se puede extraer, en secreto, el agua fresca de ideas «nuevas». Se oculta el sitio, tanto para evitar que la juventud se generalice como para no tener que confesar la edad real del ladrón, es decir, la falta de ideas propias. Por otro, historiadores concientes del valor de su tarea han evaluado la labor de Peña desde dos ángulos ni necesariamente opuestos ni del todo complementarios: de una parte, una compulsa de posiciones políticas, en El trotskismo en la Argentina, de Osvaldo Coggiola; de otra, la reivindicación académica de El marxismo olvidado en la Argentina, de Horacio Tarcus.[1] Este artículo intenta examinar a Peña desde un punto de vista histórico, con toda la ventaja que da el saber como terminó el proceso que todo intelectual y político práctico que de algún modo lo protagoniza, se ve obligado a «adivinar». Milcíades Peña realizó, hacia el final de su vida, un análisis de situación de donde podía extraerse una perspectiva política. Sin mucha malicia, el consejo a seguir podría resumirse en «desensillar hasta que aclare». Es decir, hasta que la clase obrera no abandonara su conciencia peronista, no había ninguna oportunidad para una política revolucionaria. Intentamos, entonces, responder a la siguiente pregunta: ¿se equivocó Peña? Trataremos también de dar alguna explicación de por qué se equivocó, adelantando, de esta manera, algunas conclusiones.

1. Un entrista sale de la caverna

Peña comienza el más famoso de sus artículos (y el menos logrado, probablemente) haciendo profesión de fe científica, socialista y marxista. Se cubre, adecuadamente, de la acusación fácil: afirma su renovada creencia en la centralidad de la clase obrera, en sus objetivos y deberes históricos, en la necesidad de la superación de la sociedad existente. Escribe, sin embargo, con la convicción de que el proletariado argentino no ha dado muestras, en los 20 años que preceden a su trabajo, de reunir las condiciones suficientes para lograrlo. Su texto se presenta, entonces, no como el canto del cisne de un «quebrado» sino una advertencia, que se pretende lúcida y descarnada, contra las ilusiones voluntaristas de una izquierda que no quiere ver la realidad tal cual es. De pie, sólo y de cara al sol, Peña abre los ojos aunque sepa que puede quedarse ciego. Retorna luego a la caverna, él, que había logrado escapar, para decir a sus compañeros: vivís en un mundo de sombras!

Habiendo ya renegado del morenismo, Peña ha abandonado también la idea muy morenista de que la clase está siempre allí lista para la revolución. El proletariado argentino, lejos de ser el partero ansioso de la nueva sociedad, es conservador: acepta el orden existente tal cual es. Peor aún, es «quietista», no muestra más que una escasa y aún nula disposición a librar batalla alguna. En la cuadrilla con la que intenta abrazar todas las variedades posibles de acción obrera bajo el capitalismo, los obreros argentinos llegan últimos. Un proletariado combativo pero conservador, como el americano, otro revolucionario pero quietista como el francés y, at maiorem dei gloriam, uno combativo y revolucionario como el ruso, ocupan los tres primeros lugares en orden creciente. Observación crítica: al proletariado sólo le toca ser combativo puesto que, según Peña, el desarrollo de un proceso revolucionario depende de que la burguesía tenga algo que ofrecer. En consecuencia, todo el drama de la clase se reduce a la «combatividad».

Sería fácil colocar algunos interrogantes que cuestionaran el valor de la clasificación: ¿puede ser revolucionaria una clase que no tuviera ninguna disposición a combatir?. En la práctica real, tal clase no calificaría para algún adjetivo más audaz que el de conservadora, porque lo que «piensa» no coincide con lo que «hace». Ser «revolucionaria» no consistiría en otra cosa que hacer chistes sobre los patrones, maldecirlos por lo bajo y marchar los primeros de mayo tras banderas color rojo. Por otra parte, ¿en qué medida puede decirse que es conservador un proletariado que llega a protagonizar «pequeñas guerras civiles»? Se podrá decir que un reformista puede ser particularmente violento sin pronunciarse a favor de la revolución ni tenerla como horizonte, pero ¿es un reformista idéntico a un conservador?. Si respondiéramos positivamente llegaríamos al absurdo de que toda acción por debajo de la toma del Palacio de Invierno es conservadora. 

Más discutible que esta clasificación con altas dosis de capricho, es la verificación empírica de las afirmaciones de Peña. ¿Realmente era conservadora la clase obrera argentina? ¿Puede describirse el período 1945-64 como de «quietismo»? Del análisis del 17 de Octubre Peña deduce que no constituyó un evento revolucionario ni por la forma, ni por los objetivos ni por las proclamas. Ahora bien, ¿se concluye de allí que fuera un acto «conservador»? Lo que está al menos claro es que no puede considerarse una prueba de «quietismo»: si los obreros fuerzan la aceptación de un gobierno burgués que la propia burguesía rechaza, demuestran la predisposición a luchar por algo. Pero, ¿es conservador?. Responderlo adecuadamente implica preguntarse por qué tipo de intereses la clase se moviliza. No es revolucionario, coincidimos: no están en juego los intereses más generales del proletariado (es decir, la eliminación de la explotación capitalista). Pero el mismo Peña podría reconocer, aún cuando tiende a ubicar a la clase en una posición meramente pasiva como «masa de maniobra», que los objetivos de los obreros reunidos en la plaza coincidían al menos con la labor de la Secretaría de Trabajo y Previsión, es decir una disminución general de la tasa de explotación (con una productividad estable, mayor salario directo e indirecto). Es cierto que en relación a los objetivos más generales, el 17 de octubre es conservador, en tanto no tiende a la destrucción del sistema capitalista. Pero, en relación a estos fines, todas las acciones, excepto la toma misma del poder,

son conservadoras. Peña no puede distinguir entre defender el sistema capitalista y buscar un mejor lugar en su interior. A lo primero es justo llamarlo «conservadorismo», pero lo segundo, como ya lo adelantamos, tiene otro nombre: reformismo. El 17 de octubre (y el peronismo en general) no es conservador sino reformista, como cualquier otra expresión obrera que se recluye en los límites del capitalismo (socialdemocracia, populismo, nacionalismo tercermundista, laborismo, etc.). No quiere decir que no haya obreros conservadores e incluso movimientos obreros conservadores, sólo que el peronismo no lo es (hablando siempre del período 1945-64). Peña termina cometiendo el mismo tipo de interpretaciones abusivas que aquellos a los que critica: si todo era muestra, según sus oponentes, de la capacidad revolucionaria permanente de la clase obrera, el autor de «El legado…» termina clasificando todo movimiento como muestra de «conservación» de lo existente.

El abuso interpretativo, ese forzar el dato para hacerlo coincidir con un esquema previo un tanto precario, se reproduce al considerar al 17 de octubre y al peronismo como meras manifestaciones de pro-imperialismo inglés. Si, como Peña dice, la clase obrera fue movilizada (y no por la fuerza) para frenar un golpe del imperialismo yanqui, el 17 de octubre fue un acto anti-imperialista. Y no sólo eso, sino que fue coherente con el desarrollo del proceso histórico: el imperialismo inglés se caía solo y lo que despuntaba en el horizonte era la «gran potencia del norte». Peña podría haber interpretado el 17 de octubre como el intento, motorizado por un sector de la burocracia estatal, de ejercer un «bonapartismo internacional», apoyándose en un imperialismo contra otro, como lo hizo Silvio Frondizi.[2] Prefiere forzar la interpretación congelando el complejo ir y venir del bonapartismo en un camino de una sola mano: si Perón se hubiera apoyado en la otra pata de su bonapartismo internacional (como intenta hacerlo más adelante con poco éxito), Peña lo hubiera acusado de agente pro-norteamericano…

Un movimiento reformista exitoso es conservador; un golpe al imperialismo naciente es en realidad un apoyo incondicional al imperialismo. Hay más: la disciplina sindical de una clase poderosa que obtiene mejoras sustanciales es en realidad sumisión a la burocracia. Que esa burocracia, aún con todas las lacras que se le puedan adjudicar, sea el instrumento para el logro de esas mejoras no parece salvar a los obreros de ser acusados de acatamiento ciego. Que cuando esa burocracia se muestre inepta para nuevos logros o un nuevo contexto la clase promueva una nueva capa dirigente, desde abajo y democráticamente elegida, tampoco. En nombre de reforzar su definición de «quietismo» con un arsenal de «pruebas» más que flojo y de dudosa validez interpretativa, Peña considera toda la lucha previa al 17 de octubre, el  17 de octubre mismo, la «resistencia» y a la toma de fábricas como episodios menores. El golpe del `55, los fusilamientos de José León Suárez y el Plan Conintes no existieron (en tanto no ocupan ningún lugar explicativo) y todas las nuevas conducciones sindicales simplemente repiten la situación anterior aunque el contexto sea radicalmente distinto. No resistir el golpe contra Framini es «quietismo» pero entonces, ¿qué es haberlo votado? ¿Y los centenares de miles que votaron contra las órdenes de Perón? Habría mucho que contar sobre lo que Peña silencia.

Sucede que parece no alcanzar a observar la contradicción latente entre la burocracia sindical y las masas por ella representadas: la burocracia sólo cumple sus intereses y ninguno de los de la clase, que se limita a ser una «excelente masa de maniobra». La burocracia no «frena» a la clase simplemente porque no hay nada que frenar. Pero, si es así, ¿por qué tuvo Perón que liquidar toda una vieja guardia sindical y por qué surgió una conducción nueva tras la caída del «coronel»? Aunque diga lo contrario, Peña recupera una imagen de la burocracia como algo por completo independiente de la clase, que en lugar de oponerse y controlarla (entre otros medios, haciéndose cargo de sus intereses aunque sea de una manera deformada), flota sobre ella con la libertad que le da tener un poder enajenado por el que no tiene que rendir cuentas. Como veremos, Peña opera con las mismas dicotomías que sus oponentes sólo que invirtiéndolas: la clase es revolucionaria o conservadora, autónoma o heterónoma. No puede observar la historia como proceso contradictorio y transforma fotos sueltas en filmes acabados.

¿Cuál es la base del quietismo y el conservadurismo? Es doble: el alto nivel de vida de la clase obrera argentina y el haberlo conseguido sin lucha. No soy el primero en notar que esta versión del triunfo peronista no tiene diferencias sustanciales con la primera explicación de Moreno, la de socialistas y comunistas y la de Germani: más allá de los matices (y la de Peña no es necesariamente la versión más «matizada»), todos coinciden en que: 1) la clase no ha luchado («dádiva estatal», «Dios es criollo», etc., etc.); 2) la clase no ha actuado por intereses propios («engaño», «complacencia», «demagogia», «heteronomía», etc., etc.). Si la primera parte de la explicación es simplemente un insulto a centenares de miles de luchadores que no merece refutarse, la segunda revela que Peña comparte la misma ceguera que sus criticados: en lugar de observar a la clase obrera realmente existente y decantar de allí las posibilidades reales de acción, la condena como «conservadora» hasta que alguna catástrofe la movilice. Suena cuando menos extraño que su biógrafo emparente este texto con la obra de Thompson, que se desespera por encontrar muestras de independencia de clase y ejemplos de lucha en cualquier lado mientras Peña parece obsesionado por negar a toda lucha trascendencia alguna.[3] Ni siquiera concediendo que el afán polémico lo hubiera llevado a exagerar posiciones, es aceptable una actitud que se parece más al resentimiento de un entrista fracasado, un intelectual que no ha sabido hacer un balance correcto de su propia experiencia y se deja llevar por los golpes que la vida le ha deparado.

2. En el plácido mar de la renta

Forma parte de la imagen que Peña tiene del capitalismo argentino, una apropiación significativa de la obra de Paul Sweezy The theory of Capitalist Development, editada en los años `40 en Estados Unidos. Uno de los tópicos centrales de la obra de Sweezy es el respeto reverencial por la afirmación leninista de la existencia de una nueva etapa del capitalismo, el imperialismo o era del capital monopolista. En vista de la existencia de monopolios, tanto los marxistas como los no marxistas aceptan que se debe abandonar cualquier ley de formación de precios en general y, como señala Shaikh,

«Naturalmente, una vez que abandonamos las leyes de formación de precios en general siguen necesariamente las leyes de formación de precios internacionales. El interés se dirige a las rivalidades internas e internacionales de los monopolios gigantes, a su interacción política con los diferentes estados capitalistas y a los antagonismos y conflictos entre estos mismos estados, en otras palabras, al imperialismo como un aspecto del capitalismo monopolista. La ley del valor, como el capitalismo competitivo mismo, se desvanece de la historia.»[4]

Va de suyo que el abandono de la ley del valor implica el de todas las leyes de funcionamiento del sistema capitalista que están regidas por aquella, así como la desaparición de su único mecanismo regulador, la competencia entre capitales. El resultado es un modelo de análisis del capitalismo que hemos denominado «politicista»: no hay leyes objetivas que regulen el funcionamiento del sistema sino «voluntades» colectivas que imponen resultados más allá de la lógica económica. El imperialismo se vuelve un actor con capacidad suficiente como para «manejar» el conjunto de la economía mundial, que ya no depende de la ley del valor y sus leyes subordinadas, sino del resultado de conflictos políticos. Como consecuencia lógica, las contradicciones internas del sistema tienden a externalizarse, dando pie a la posibilidad de que el sistema se estabilice: por derecha, la ilusión keynesiana de la estabilización dinámica del capitalismo; por izquierda, las ilusiones de un capitalismo perpetuamente estancado, incapaz de reproducir las fuerzas productivas pero que no termina de caerse nunca.[5] En ambos casos es el estado, concebido como una fuerza externa, el responsable de la supervivencia del capital.

Así, en Peña, el capitalismo sólo puede sobrevivir explotando a la periferia, promoviendo una forma de desarrollo que implica la perpetuación del atraso. El imperialismo busca deliberadamente este resultado porque esta es la base de la obtención de superganancias.[6] Mientras en el centro del sistema las leyes que rigen el movimiento del capital llevan a un «desarrollo armónico» de la economía nacional, en la periferia llevan a un desarrollo deformado que bautiza con el nombre de «seudo industrialización». Peña continúa discutiendo a dos puntas: por una parte, intenta destruir las ilusiones desarrollistas que plantean la posibilidad de un desenvolvimiento capitalista pleno sin alterar sustancialmente la estructura social; por otra, combatir las espectativas en una posible «revolución antiimperialista» encabezada por una «burguesía nacional» a la que debiera subordinarse el proletariado. Pero para arribar a estas conclusiones, correctas en general, Peña sacrifica más de lo que gana, puesto que el precio a pagar es, no sólo abonar a una teoría errónea sobre el funcionamiento del sistema capitalista que ha tenido (y tiene) nefastas consecuencias en los análisis económicos y políticos de la izquierda, sino desarrollar una imagen confusa de la sociedad argentina, donde el carácter capitalista es, simultáneamente, afirmado y negado.

Partiendo de confundir industrialización con desarrollo capitalista, supone que la primera es en realidad la sustancia del segundo. No contento con ello, identifica industrialización con una serie de características aleatorias no necesariamente indispensables: ni el desarrollo capitalista ni la «industrialización» necesitan de la industria pesada, la existencia de una red de caminos y comunicaciones, el aumento de la productividad agraria o la eliminación de la «antigua» estructura de clases, al menos en los términos en que Peña parece formular el problema. La «industrialización» se vuelve un fenómeno fantasmal que no reconoce ninguna realidad social concreta puesto que se produce tanto como resultado de una revolución burguesa como de una socialista. El resultado es que, al negar el desarrollo industrial (real) en la periferia, Peña corre el riesgo de negar el desarrollo capitalista (real) en la periferia: como conclusión lógica, a una seudo industrialización le corresponde un seudo capitalismo.

Para Peña, el desarrollo capitalista (la «industrialización») se explica como un fenómeno resultante de la revolución democrático-burguesa, tópico clave del pensamiento «politicista»: allí donde esta se dió la industrialización se produjo. Y sin embargo, aunque este fenómeno es una condición necesaria, no es condición suficiente: ¿cómo explicar que el desarrollo capitalista japonés o alemán, donde la revolución burguesa tuvo poco de «democrática» e implicó un pacto explícito y duradero con las viejas clases dominantes, fue más intenso que en aquellos lugares donde la revolución fue mucho más plena, como Francia? Esta idea obliga a Peña a invertir el razonamiento, poniendo el carro delante del caballo: si no hay «industrialización», es porque no hubo «revolución». Entonces, el atraso no es un fenómeno estrictamente capitalista sino el resultado de una permanencia dominante de las viejas estructuras sociales no eliminadas por el proceso revolucionario. Viene a coincidir aquí, nuevamente, con buena parte de aquellos con los que intenta polemizar: si los desarrollistas y la izquierda nacionalista implícita y explícitamente señalan que el problema se resuelve con más capitalismo (con o sin revolución según el caso), para Peña también. Esta conclusión puede parecer extraña, en tanto Peña se ha hecho famoso por augurar la imposibilidad de la «industrialización» en la periferia. Pero esto no se debe, en su concepción, a las leyes de funcionamiento del sistema capitalista, sino a que no existiría una clase dominante (una burguesía «nacional») dispuesta a encabezar la lucha. El mal no está en la lógica de funcionamiento del capitalismo como sistema internacional, sino en un peculiar resultado histórico de la lucha de clases.

Peña arriba a estas conclusiones, que lo arrastran a contradicciones flagrantes con sus propios descubrimientos, porque no puede concebir el «atraso» dentro del sistema capitalista, haciendo coincidir, entonces, capitalismo con «capitalismo central» o «imperialismo». No acepta que un país sea plenamente capitalista (es decir, en el cual el desarrollo de las relaciones capitalistas tengan una extensión tal que las convierta en dominantes claramente) y, sin embargo, no cumpla la misma pauta de desarrollo ni el mismo nivel de acumulación de capital que el de los países centrales, sin dejar, por eso, de ser capitalista. Que la Argentina no tenga industria pesada no quita que no tenga industria y que las relaciones capitalistas no sean plenamente dominantes: es un capitalismo donde el proceso de acumulación no alcanza el volumen que ese mismo proceso ha alcanzado en otros lugares. Y este es un resultado no de la lucha de clases sino de las leyes objetivas de funcionamiento del sistema capitalista a nivel mundial, leyes que no son afectadas por ninguna «profundización» de la revolución burguesa: la eliminación del latifundio en países donde éste no es una realidad precapitalista sino que surge del desarrollo capitalista mismo (como sucede en todos los países capitalistas porque el latifundismo es la forma que mejor se adapta al desarrollo capitalista en el agro) no tiene la menor consecuencia positiva sobre el desarrollo económico.[7] La identificación de latifundio con atraso, es decir, como una forma de relaciones sociales que obturan el desarrollo capitalista (¿en Inglaterra, por ejemplo?) no sólo contradice la posición de que la clase dominante en Argentina es la «burguesía terrateniente», es decir, una clase capitalista, no un relicto pre-capitalista, sino que refleja las ilusiones en el capitalismo pequeñoburgués chacarerista que en la historiografía local ha tomado la forma del mito sarmientino del modelo farmer. Que desarrollos capitalistas particularmente intensos como el alemán se hayan producido en estructuras sociales que no han visto un farmer jamás, no parece hacer mella en este mito persistente. Que el avance del capitalismo implique, necesariamente, la expropiación de los farmers, tampoco.[8]

De contradicción en contradicción, Peña arriba a una imagen final de un país con industria que no se «industrializa» y que es capitalista sin serlo verdaderamente. Así, no extraña que en este capitalismo atrasado y periférico todos ganen perpetuando un atraso pródigo: la burguesía terrateniente obtiene rentas elevadas, la burguesía industrial, superganancias, el imperialismo su tajada leonina de plusvalía y los obreros, salarios altos. El sistema no sólo constituye un paraíso policlasista sino que además carece de dinámica interna y sólo se transforma a impulsos de golpes externos, como la crisis del `30. Impermeable a la competencia, monopólico y sin contradicciones, el capitalismo diseñado por Peña no sólo es placentero, también es estático, descansando, en última instancia, en sus ventajas naturales.

3. Conmociones toynbeanas y sicologías funcionalistas

Sobre los efectos del peronismo en la clase obrera Peña no deja de explayarse. Pero pretender que en su análisis se encuentre alguna sutileza acerca de las peculiaridades de la dominación social en la sociedad capitalista, no corresponde a la realidad de sus escritos. Peña no insinúa, en ningún momento y sin haber estudiado realmente el tema, que la clase obrera tenga algún tipo de autonomía cultural o que asuma valores burgueses en forma contradictoria. No: la clase obrera ha sido cooptada por el sistema hasta el punto de defenderlo. Por eso merece el apelativo de «conservadora». No sorprende, por lo tanto, que su análisis suene tan «germaniano» y que ecos frankfurtianos parecen escucharse aquí y allá: frente al carácter eternamente revolucionario que sus criticados imaginan (y que se parece tanto al populismo que sostiene la absoluta impermeabilidad de la conciencia de clase obrera a los cantos de sirena de la burguesía), Peña parece inclinarse a lo que se podría considerar un «reproductivismo fuerte». Es decir, una forma de concebir la dominación social como la imposición, sin fisuras, de una conciencia falsa de la realidad de la que los sujetos sólo pueden salir por algún choque externo. En una posición extrema, que va de Marcuse a Foucault, el resultado político es, según la acertada definición de Carlo Guinzburg, el «populismo negro», es decir, la adoración del marginal como sujeto revolucionario por excelencia.

Peña, sin embargo, no llega a ese extremo. Continúa creyendo en la centralidad de la clase obrera como sujeto revolucionario, pero el resultado de su indagación arroja una conclusión política clara: desensillar hasta que aclare. Hasta que la clase obrera no se ponga en movimiento, no hay nada que hacer, salvo estudiar. La justificación se encuentra en la historia reciente: la izquierda ha probado por múltiples medios entrar en contacto con la clase. Todas las estrategias posibles han sido ensayadas y el resultado es negativo. En consecuencia, no hay nada que hacer. Peña intenta, en este punto, polemizar con balances de la izquierda que toman como eje de la explicación a ese fracaso el tema de la «traición» permanente de las direcciones. Esta posición requiere, como punto de partida, el que la clase efectivamente esté dispuesta al combate. Pero, además, necesita como complemento alguna explicación secundaria acerca de por qué la clase no termina por darse una dirección adecuada. En este punto, Peña ha dado en el clavo: no hay forma de explicar el fracaso de los partidos revolucionarios por la vía de la traición de las burocracias. Si el partido revolucionario está y hace lo correcto (y es, precisamente, lo que reivindican para sí los criticados por Peña), no puede fracasar si la clase tiene el grado de activación suficiente: toda el problema de la revolución rusa, tal como la describe Trotsky, no es más que la historia de la lucha política de Lenin por poner a los bolcheviques a la altura de la tarea y esperar la «traición» de socialrevolucionarios y mencheviques. Pero para que estos «traicionen» es necesario que la situación objetiva los conduzca a contradicciones insalvables: o abandonan lo que siempre sostuvieron, o realizan la revolución. La no consideración de esas realidades objetivas y sus consecuencias sobre el estado de ánimo de las masas es lo que, en política, se llama voluntarismo.

No obstante, a pesar de acertar claramente en este aspecto del problema, Peña cae en el extremo opuesto: como en la sicología funcionalista, aún las contradicciones son funcionales al sistema y lo reproducen. No alcanza a ver en las actitudes de la clase ningún punto a partir del cual una organización de izquierda pueda hacer una tarea revolucionaria. Es falso que la clase esté allí ya dada lista para la revolución tanto como que nada haya que hacer, salvo circunstancias excepcionales: esto es lo que, en política, podríamos llamar «quietismo» pero no de las masas sino de los intelectuales. El problema es establecer qué es lo que se puede hacer a partir de las reservas experienciales de la clase y, por lo tanto, qué estrategia ayuda a avanzar la conciencia a través de sus contradicciones. Ese es el legado real, a nivel político concreto, de la obra de Edward Thompson. Mientras el historiador inglés hubiera buscado en las experiencias de la clase obrera los elementos contradictorios que pudieran ser «refuncionalizados» por parte de una nueva estrategia y un nuevo partido, creando lo que podríamos llamar una «estructura de traducción» por medio de la cual la izquierda fuera capaz de establecer un diálogo, Peña señala que ese «lenguaje» del peronismo es intraducible, invirtiendo la estrategia entrista: si antes había que aprender un nuevo idioma, el peronismo, ahora se trata de negarse a todo posible intercambio hasta que la clase aprenda su lengua (la de Peña). Dada determinada realidad objetiva, la conciencia de las masas «copia» el mensaje y lo reproduce funcionalmente: un economicismo más bien burdo.

4. ¿Un mundo sin contradicciones?

Expongamos las conclusiones políticas de Peña lo más linealmente posible: la clase obrera no ha luchado por sus intereses y ha servido de masa de maniobra en la lucha de distintas fracciones burguesas y de su misma burocracia. Peña no hace este balance en 1947, ni en 1953 ni en 1956 (de hecho, pensaba otras cosas…). Lo hace en 1964. Lo que significa que no hay nada en este largo proceso que le haya hecho pensar que su tesis básica es incorrecta o que el cambio de circunstancias augure una nueva época y, por lo tanto, nuevas posibilidades. Aunque deja entender que esto último no es impensable, reclama como única posibilidad una catástrofe general como la de 1930. Lo que está detrás de esta concepción es la idea de que el peronismo ha causado un impacto de largo plazo en la conciencia de la clase obrera, impacto que no va a dar lugar a nuevas realidades subjetivas a menos que el conjunto del sistema se vea convulsionado. La prueba se halla en que el conservadorismo de la clase ha resistido un golpe de estado contra su «protector», la reversión de las tendencias distribucionistas, planes violentos de represión, fusilamientos de compañeros, etc. etc. 

Tal vez uno exagere en este punto, pero da la impresión de que Peña concibe a la sociedad capitalista argentina como un mundo sin fisuras, sin contradicciones internas: ni las limitaciones de la seudoindustrialización, ni las evidentes dificultades de estructuración del sistema político, parecen ser suficientes para generar tensiones irresolubles en su interior, repitiendo permanentemente un juego en el que todos se reproducen a sí mismos en forma idéntica. En otras palabras, no hay movimiento. Esta no es una sensación que sólo Peña transmite. En realidad, buena parte de los análisis sobre los años `60 deja entrever la misma sensación: una sociedad paralizada social y económicamente. Los trabajos sobre el agro pampeano hablan de estancamiento, los textos de economía describen curvas que suben y bajan promediando cero, los análisis políticos hablan de «empate». No es raro entonces que, si uno hace caso a la prospectiva que se desliza en «El legado…», el Cordobazo aparezca como un rayo en cielo sereno.

¿Podía hacerse otra lectura del «post-peronismo»? ¿La experiencia de 1955-64 no permitía otra forma de imaginar el futuro? Sí, por supuesto. Y hubo muchos que apostaron a eso. En realidad, eran mayoría y no estaban equivocados. El que estaba equivocado era Peña: aunque Horacio Tarcus intente presentarnoslo como un genio incomprendido que fue hacia el fuego como la mariposa, si lo que Peña señala hubiera sido correcto ¿cómo explicar que cuatro o cinco años después, sin que medie ninguna catástrofe al estilo «año 30», incluso sin que pasen cosas mucho más graves que las que ya habían pasado, estalle el Cordobazo entre los obreros mejor pagos del país? ¿O es este, también, otro ejemplo de quietismo?. Había muchos elementos para pensar que se acercaba un desenlace de las contradicciones del peronismo. Y de hecho, Peña no es ciego a esos elementos. Pero no los considera suficientes como para alterar sustanciamente una estructura mental resistente a cualquier cosa. 

El golpe contra Perón tiene una finalidad muy evidente: no hay forma de recuperar tasas de ganancia adecuadas para el capitalismo argentino si no se destruye la estructura armada por el «bonapartismo». Aceptemos por el momento que Peña tiene razón, que la clase consiguió todo sin lucha. ¿Era razonable pensar que iba a permanecer impávida mientras todo se desmontaba? O Peña no creía que hubiera algo que estuviera desmontándose o bien suponía que no era necesario desmontar nada. Es decir, que la burguesía argentina podía seguir concediendo «dádivas» a pesar de que el capitalismo argentino estaba completamente trabado en el camino sin salida de la seudoindustrialización. Pero lo que efectivamente sucedía era una avanzada burguesa contra las posiciones de la clase obrera, porque el capitalismo argentino, comportándose como cualquier otro, es afectado por las leyes que le son propias, entre otras, las tensiones que derivan de la competencia. Es esta avanzada la que está plasmada en los famosos y supuestamente fracasados «planes de estabilización». Planes que, aunque no se hayan sostenido como tales más que unos meses, evidencian el sentido de la nueva política burguesa. Suponer que porque no fueron «exitosos» en lo inmediato, no dieron ningún resultado es ignorar que los «planes económicos» no son más que la enunciación estatal de la política general de la burguesía, política que, al margen de lo que suceda fuera de las fábricas, tiene por objeto principal lo que pasa allí mismo. Y, aunque hay pocos trabajos que lo analicen in extenso, la década del ’60 es una etapa de intensa racionalización y reestructuración del capital. Si en la superficie, la sucesión de gobiernos liberales y populistas pareciera abonar la idea de un «empate hegemónico» (concepto absurdo en sí mismo: si hay empate no hay hegemonía, por definición) la realidad profunda es el ataque sistemático de la burguesía contra la clase obrera. Suponer que tal situación, presente ya en el segundo gobierno peronista no iba a causar ningún impacto en la conciencia obrera es, sencillamente, ceguera política. 

Parado en 1964, podía hacerse un balance distinto al de Peña: a pesar de la «estatización» de los sindicatos, la clase los reconstruyó autónomamente; la misma idea de la recreación de un sindicalismo estatizado era difícil de imaginar, porque no parece que la burguesía estuviera dispuesta a pagar el precio, más bien todo lo contrario; habiendo fracasado la «resistencia» el sistema político no puede, sin embargo, absorver las demandas del proletariado y se hace cada vez más claro su carácter de clase; a raíz de esta situación, ha nacido una nueva camada de activistas, peronistas y no peronistas que se enfrenta a conducciones burocratizadas que también se reclaman peronistas, lo que presagia, por lo menos, una fractura en ciernes de la «conciencia»; la política de la burguesía construye en el sentido inverso a cualquier ilusión de conciliación de clases; no existe ningún fenómeno catastrófico que determine una situación de debilidad estructural de la clase: el crecimiento industrial sigue su marcha y la desocupación no constituye un desafío serio a su combatividad; internacionalmente, hay fenómenos que influyen positivamente en el desarrollo de una conciencia socialista, como la revolución cubana. Con todo esto a favor, era más fácil pensar, en perspectiva, que el problema se ubicaba más bien en torno a la dirección de un futuro proceso revolucionario que en función de la posibilidad de ese proceso mismo. La clase obrera argentina no se pronunciaba por el socialismo ni se encolumnaba tras un partido abiertamente revolucionario pero, salvo que uno conciba a la conciencia como desgajada de la realidad material, ¿se podía eludir la sensación de que ese problema iba a plantearse en algún momento en un futuro no demasiado lejano? En consecuencia, la presión por construir un partido revolucionario no podía ser, a los ojos de cualquier militante más o menos despierto, una idea ridícula. Sí podía parecer ridículo el llamado a permanecer aparte, interpretando el mundo mientras se trataba de cambiarlo. No es más que un síntoma de la época, el que las propuestas más bien delirantes de una de las corrientes de la izquierda argentina más toscas intelectualmente, el PRT de Santucho, protagonizara el mayor éxito político de los ’70 mientras analistas inteligentes como Peña pasaran desapercibidos. Y no porque el mundo fuera tonto, sino porque, en cuanto a caracterización del sentido histórico del proceso, el limitado guerrillero santiagueño se mostró (igual que muchos otros) mucho más perspicaz que el brillante editor de Fichas

5. Post-facto: ¿Hubo una situación revolucionaria en la Argentina?

Es fácil, hasta cierto punto, decir hoy que alguien se equivocó hace más de 30 años. Resulta incluso hasta cruel insistir en que Peña se equivocó. Cruel porque ultimamente vienen mezclándose cuestiones de índole personal (su suicidio) y de orden intelectual (su producción escrita). Cuestiones que deberían mantenerse separadas. Peña fue un intelectual brillante, no necesita que se le adoce ninguna otra circunstancia para hacernos creer que fue lo que no era. No era un intelectual «trágico», en el sentido de que «marchó conscientemente hacia un destino funesto porque tenía la conciencia de que debía hacerlo». Peña se suicidó y con ello evitó el destino que sí le cupo a Silvio Frondizi, aunque es dudoso que este último imaginara que todo iba a salir mal. La «tragedia» necesita de conciencia y no parece que el sentimiento generalizado en los `60 argentinos pudiera parangonarse con los `30 centroeuropeos. Un buen historiador debería precaverse de las analogías superficiales.[9]

La idea de que Peña se adelantó a su tiempo, idea sin la cual no tiene sentido la noción de «intelectual trágico», presupone que Peña tuvo razón y que nunca hubo, en la Argentina, una situación revolucionaria. ¿Es esto cierto?. Así piensa buena parte del espectro intelectual socialdemócrata. La negación de una posibilidad revolucionaria en la Argentina de los `70 es la pareja perfecta para otras negaciones complacientes en la Argentina actual. Sin embargo, no rechacemos por sus conclusiones políticas una afirmación histórica: si hubo o no una situación tal, es motivo de constatación empírica. La pregunta previa, obvia, exige una definición de «situación revolucionaria». Todos conocemos la clásica definición leninista y aquí nos atendremos a sus elementos básicos: 1) una crisis definitiva en el seno de las clases dominantes; 2) un empeoramiento de las condiciones materiales y morales de las clases oprimidas y 3) el desarrollo de una acción independiente por parte de las masas. El único punto que puede cuestionarse para aceptar la existencia de una situación revolucionaria en la Argentina de los `70, es el tres. Pero este cuestionamiento sólo es válido si suponemos que, para que exista una situación de este tipo, es necesario que las masas corran detrás del partido revolucionario cantando la Internacional. Pero Lenin habla de «una acción política independiente». Y tal acción es visible en una porción creciente del proletariado argentino desde el Cordobazo. Que no haya capturado al conjunto de la clase, que se haya visto frenada por el retorno de Perón y la democracia burguesa, que la maduración de la situación a su muerte encontrara desorganizada a la clase como totalidad, explican el fracaso de la revolución, no su inexistencia. El triunfo de la contrarrevolución sólo es concebible en el marco de un proceso revolucionario: que este no hubiera desembocado en el triunfo del socialismo es otro problema, que sólo puede examinarse si, previamente, se reconoce su existencia.

Así como hay quienes confunden «situación revolucionaria» con «situación material objetiva de las masas» (el punto dos), los hay también que la asimilan a identificación de las masas con un partido político determinado (punto tres). Ambas posiciones son erróneas: no basta con el incremento de la miseria ni con la asimilación del proletariado de ciertos bienes simbólicos. Por otra parte, no cualquier crisis en el seno de las clases dominantes da pie a una emergencia de las masas. Tampoco estas pueden «emerger» en cualquier momento. Tanto en Lenin como en Gramsci o Trotsky es posible distinguir, bajo diferentes formulaciones, una definición de «situación revolucionaria» como un momento en el cual la irrupción de la crisis orgánica material de la sociedad capitalista (que se manifiesta simultáneamente en contradicciones dentro del bloque dominante y en un proceso de expoliación necesaria de las masas) genera, en un contexto previo favorable, una acción política independiente de las masas que evoluciona hacia la estructuración de la clase obrera como fuerza política con objetivos e intereses propios, a partir de los cuales acaudillará al resto de las clases subalternas. La existencia de ese «contexto» es crucial para el desarrollo del proceso revolucionario, puesto que tales movimientos sociales no se producen en un vacío histórico: la clase tiene una historia «cultural», un determinado acerbo de experiencias, una determinada fuerza «intelectual y moral». Este «legado» no puede no afectar al proceso: de allí, por ejemplo, la exigencia gramsciana de estudiar la historia nacional. De allí que no se pueda entender la Revolución Rusa sin considerar que era la tercera revolución que protagonizaban los creadores de Octubre. Concluyendo, pretender que la larga tradición reformista del proletariado argentino no ocupe ningún lugar en la explicación del fracaso de la revolución en Argentina, es negarse a entender la realidad.

¿Es que, entonces, Peña tenía razón? No. Porque Peña supone que la clase obrera tiene una mentalidad determinada por circunstancias históricas pero cuya profundidad es tal que es capaz de resistir cualquier cosa que no sea un milagro o una catástrofe. En la idea de Peña está la siguiente fórmula: una estructura económica que genera un escaso excedente redistribuible da pie a un proletariado combativo que, a la larga y salvo algún milagro, en la primera crisis, evoluciona hacia posiciones revolucionarias. Dada esa combinación, puede darse por sentado que ese elemento subjetivo está tan firmemente atado que difícilmente una maniobra momentánea de la burguesía puede detener el proceso revolucionario. Donde la combinación es inversa, salvo la catástrofe nada puede evitar el fracaso. Y este es precisamente el caso argentino. Dada las capacidades distributivas del capitalismo argentino, la clase dominante puede «dar algo» sin mucha presión, lo que genera una actitud «quietista». Esta consecuencia no se revertirá salvo un derrumbe general del sistema.[10] Peña encuentra un pacto secreto entre la clase obrera y la burguesía argentina, pacto que tiene por marco el estancamiento general del país. No por casualidad y no sin razón, Tarcus transforma a Peña en un regulacionista avant la lettre. Son precisamente los regulacionistas los principales representantes actuales del «politicismo», pero esto no es una buena noticia para las posiciones de ambos. Que el regulacionismo termina eliminando el conflicto como instancia disruptiva, «funcionalizándolo», no es una novedad. Precisamente aquí yace el error: en el interior del modo de regulación «peñista» es imposible detectar contradicciones internas que lo arrastren a su caída. Y no al final de los tiempos sino apenas cuatro años después de su profecía. Incorporar al análisis un marco no reduccionista significa interpretar la realidad como contradicciones antagónicas en movimiento. Pero si Peña no puede ver contradicción alguna, ¿cómo va a observar su movimiento? La clase obrera argentina era reformista. Contra eso había que luchar. Y aunque la influencia del reformismo era grande, porque la clase había protagonizado un movimiento reformista exitoso, el sentido del proceso histórico llevaba a la contradicción de esa conciencia con esta realidad. Si la clase obrera hubiera tenido una experiencia histórica distinta, seguramente el combate hubiera sido más fácil. Lo que significa que la tarea de los revolucionarios era ardua, larga, desgastante y peligrosa. Pero no imposible ni inútil. Si todos hubieran seguido los consejos de Peña, la oportunidad que se abre con el Cordobazo hubiera pasado de largo por completo. Si la izquierda, con todas sus variantes, jugó algún papel fue porque, en estos planteos (afortunadamente…) Peña se quedó sólo. Pretender que porque la izquierda revolucionaria no pudo acaudillar el proceso Peña tuvo razón, es leer la historia hacia atrás y afirmar que lo que fue, fue, porque tenía que ser. El resultado final no estaba escrito en 1964 y no puede saberse qué hubiera pasado si algunas estrategias hubieran sido continuadas o nuevas estrategias se hubieran imaginado. Es una pena que un intelectual de gran imaginación como el que nos ocupa, no colocara su inteligencia al servicio de esto último y dejara a la izquierda sin una de sus mejores cabezas. Porque la única oportunidad de la izquierda estaba en interpretar correctamente los «legados» del reformismo peronista y usarlos a su favor. Y hasta allí llega su responsabilidad. El resto corre por cuenta y cargo de la clase misma y del viejo topo de la historia.

6. Recuerdos del futuro

Una sólida imagen del futuro ayuda a vivir mejor. Por alguna razón que es mejor dejar en manos de especialistas, todos los seres humanos necesitamos saber algo sobre nuestra probable vida por venir. Hecho que alimenta, en el más literal de los sentidos, a toda una caterva completa de adivinadores, brujos, parapsicólogos, fabricantes de horóscopos,  economistas y gente por el estilo, que reclama para sí las virtudes de los ciegos homéricos y los oráculos griegos. La forma en que uno encare su futuro depende, entre otras cosas, de la peculiar contextura sicológica de la que está provisto, situación que suele determinar de alguna manera y en alguna instancia, las ideas que uno selecciona y asume para sí. Pero esa «peculiar contextura sicológica» está moldeada, «de alguna manera y en alguna instancia» por las circunstancias materiales concretas en la que se vive. Tal vez por ser hijo de un albañil que lo pasó muy duro, o por la influencia del cine americano sobre un niño aferrado al televisor todos los «Sábados de Súper Acción» (donde los buenos siempre ganan aunque sea a costa de grandes sacrificios), será que siempre tuve la sensación de que no se puede acordar nada con quien tiene en sus manos el poder de decidir qué, cuándo, cómo y dónde puedo hacer cosas tan pedestres como alimentarme o vestirme, o incluso tan vitales e imprescindibles como amar y soñar. Será porque crecí acostumbrado a la estrechez que siempre pensé que la vida es la más dura de las tareas y que es muy difícil ganar, pero que no queda otra que empujar para adelante. Y será que siempre viví en medio de gente que, a pesar de todo, no escabulló el bulto a la tarea de vivir, que creo que todos los seres humanos son iguales y por eso también será que defiendo la capacidad racional de la especie, su potencialidad para entender el mundo y cambiarlo. Quizás esté aquí la matriz de mis elecciones intelectuales: será por eso que la obra de Marx me fascinó instantáneamente, porque me enseñó que ese poder se llama Capital, que tiene ciertas reglas de acción y que estará siempre en mi contra, pero que no es eterno y se puede destruir. Su relación tendrá también el que Las ondas largas del desarrollo capitalista, de Ernest Mandel, con su idea de que la historia siempre da otra oportunidad, me parece la mejor guía en estos tiempos oscuros en los que ni el catastrofismo mecanicista ni la escuela de Frankfurt pueden servir para otra cosa que para el pesimismo tonto y derrotista o el no menos tonto optimismo inútilmente ingenuo. Allí estará también la explicación a que un texto tan criticable (y con tan poca poesía) como La teoría de la historia de Karl Marx, de Gerald Cohen, haya venido a ocupar un lugar de privilegio en mi corazón de intelectual. La idea de que los seres humanos saldrán adelante siempre, porque son racionales e inteligentes, constituye la última capa de mi coraza contra la desilusión: no se puede pactar con el capitalismo, que será siempre lo que es y, por lo tanto, nos impone su destrucción como tarea al mismo tiempo que fabrica el material con el que hemos de destruirlo, a la corta o a la larga, porque los seres humanos son racionales e inteligentes y no soportarán, por toda la eternidad, esta vida miserable. 

¿Es que nunca podemos hacer otra cosa que adoptar aquellas ideas que caben en el molde prefijado? No: las revoluciones pueden producirse en cualquier campo y las personas pueden cambiar. Y además puede haber, es lo más común, contradicciones importantes entre lo que se dice, se hace, se siente y se piensa. Por otra parte, las ideas no son buenas si sirven para evitar tales o cuales consecuencias, sino porque son verdaderas. Una idea falsa puede ser optimista o estimulante, pero no podrá reemplazar nunca a la verdad. En consecuencia, Peña tiene razón al negarse a aceptar creencias edificantes que no pueden verificarse en la realidad. Pero esto no transforma sus propias ideas en correctas, ni va de suyo que ideas poco «edificantes» sean necesariamente más correctas que otras más optimistas. Sin embargo, una «pose» típica hoy en ciertos sectores de la izquierda consiste en adueñarse de las malas noticias y descalificar a quienes no ven todo negro, como si el simple hecho de observar las posibilidades que las contradicciones de la realidad ofrece, signifique ser un pobre iluso, un cobarde que no puede vivir sin mentirse a sí mismo. También es visible una autojustificación implícita: sabido es que un intelectual marxista tiene siempre dificultades a la hora de dar cuenta de su no militancia partidaria. En consecuencia, la idea de que no pasa y no pasará nada en un horizonte cercano, no importa lo que hagamos, puede resultar interesante para justificar el pasaje a la inacción política. Puede suceder que de un análisis científico de la situación se deduzca correctamente una conclusión de ese tipo: no es cierto que siempre se pueda hacer algo, o al menos, algo que valga la pena. En una situación determinada, abandonar la lucha inmediata y dedicarse a estudiar la realidad puede ser, no sólo más interesante, sino infinitamente más útil para cualquier lucha futura. Pero, como cualquier otra toma de posición política, debe estar fundada en una sólida imagen del futuro, lo que implica una verdadera y no menos sólida prospección política. Cuando tal cosa no sucede, mi impresión es que se trata sólo de una profecía complaciente: un deseo personal proyectado hacia el futuro sin más asidero que las necesidades sicológicas de quien lo emite. ¿Era el caso de Milcíades Peña? Probablemente sí, aunque estoy más cerca de creerlo en relación a algunos «peñistas» actuales. De alguna manera, las elecciones intelectuales de Peña lo incapacitaban para sacar otras conclusiones. Falló en su diagnóstico porque partió de premisas falsas: una concepción errónea de la dinámica de la sociedad capitalista y otra, no  menos errónea, de los parámetros que guían la acción obrera en el capitalismo. Esto no le quita méritos, pero vale la pena recordar que la matriz de pensamiento con la que elabora sus diagnósticos es más afín al conjunto de la izquierda argentina de lo que algunos están dispuestos a pensar. Está en esa matriz una visión «sweezista» de la economía, propensa tanto al catastrofismo como al sueño de la estabilización final del capitalismo. También está allí una forma de pensar la política desde un economicismo empirista vulgar que deduce sin mediaciones ni transiciones conductas y conciencias y que da tanto para el populismo irredento como para el reproductivismo más absoluto. En alguna forma, esta matriz permite las explosiones de júbilo ante cualquier hecho favorable tanto como el derrotismo profundo luego del paroxismo de las ilusiones. Esas ideas no capacitan a los militantes para lidiar con las contradicciones del mundo real, a asumir la transformación social como una lucha que involucra a generaciones enteras, como una larga marcha a través del tortuoso camino de la conciencia y la organización. Peña pasó, como buena parte de la izquierda argentina, de la suposición de que el peronismo era un mal pasajero a la creencia en su invulnerabilidad. De allí a deducir que había que quedarse al margen de la historia o hacerse peronista, no había más que un paso. Obviamente, había otras posibilidades: la más interesante era el mantenimiento de la más absoluta independencia política del peronismo, la crítica más impiadosa, sin por eso suponer que no podía hacerse nada con la clase obrera argentina o que no se debía conciliar con algunas de sus actitudes y creencias. A quienes optaran por esta vía les quedaba una tarea dura por delante, el peligro siempre latente del aislamiento y la espera paciente de que el viejo topo de la historia hiciera su trabajo a tiempo. Si hay algo heroico en la actitud «trágica» y si el heroismo constituye un valor, no se encontraba en quienes desertaron de esa tarea sino en aquellos que, aún con la sospecha de que las cosas podían salir mal, se abocaron de lleno a ella. Hoy, cuando una larga marcha nos espera antes de que podamos empezar a recoger algún fruto de la dura militancia cotidiana, recordar que Peña negaba toda posibilidad de acción apenas cinco años antes del Cordobazo tiene dos virtudes: primero, enseña que la discusión teórica por más abstracta que parezca tiene una enorme importancia; segundo, recuerda la necesidad de tener siempre en mente el carácter contradictorio y, por lo tanto dinámico, del mundo real. Tal vez no falte tanto para que, a la vuelta de cualquier esquina, la vida nos dé alguna sorpresa. 


[1] Coggiola, Osvaldo: El trotskismo en la Argentina (1960-1985), Ceal, Bs. As., 1986 (2 tomos); Tarcus, Horacio: El marxismo olvidado en la Argentina: Silvio Frondizi y Milcíades Peña, Ediciones El cielo por asalto, Bs. As., 1996. El primer texto es el de un militante del Partido Obrero y constituye casi la versión oficial de la agrupación que más críticamente ha evaluado a la corriente a la que adscribía Peña, el morenismo. De ahí que veamos desarrollarse un debate permanente entre el PO y el morenismo a lo largo de páginas y páginas, debate que incluye una evaluación de la obra intelectual de Peña. El libro de Tarcus (que fue militante del PO) es en realidad una biografía intelectual que sólo lateralmente aborda la obra de Peña como parte del debate político específico de la época. En realidad, sobre todo en relación a Peña, Tarcus está más preocupado por evaluar su obra utilizando como parámetro de medida la influencia que tuvo entre intelectuales académicos. De ahí la permanente tendencia a utilizar juicios de profesores universitarios, aún los de dudosa calidad intelectual, para medir la estatura de su biografiado, incluso hasta el punto de citar como aprobatorias afirmaciones más bien despectivas, como la de Luis Alberto Romero según la cuál Peña habría sido un «panfletista de notables intuiciones historiográficas». En posteriores intercambios, Coggiola y Tarcus se han criticado mutuamente sin que los núcleos problemáticos sean debatidos en forma abierta ni por ellos ni por los numerosos comentaristas de El marxismo olvidado (que, dicho sea de paso, han tendido a ignorar a El trotskismo en la Argentina). Mi intención original era más bien hablar sobre este frustrado debate sobre la historia del trotskismo argentino, habiendo incluso imaginado un artículo bajo el título de «La paja en el ojo ajeno», en tanto creo que ambos autores aciertan en las críticas que hacen a su contrincante pero son ciegos para ver los defectos de sus propias construcciones. Dejando para otro momento esa posibilidad, me limito a señalar mi acuerdo político parcial con Coggiola, no menos parcial que el acuerdo metodológico que tengo con Tarcus. Sobre las diferencias con ambos, juzgue el lector.

[2] Frondizi, Silvio, en Ghioldi, Puiggrós, Frondizi: «La línea sinuosa. Miradas sobre el peronismo entre la caída y el retorno», en Razón y Revolución, nro. 3, Bs. As., invierno de 1997, p. 27  

[3] Tarcus, tal vez por el deseo comprensible de hacer justicia a su héroe, cae en ciertos excesos interpretativos a la hora de justipreciar el valor de estas posiciones. Así, no se entiende por qué se empeña en sostener errores tan evidentes como el de «Perón, agente inglés», que no puede defenderse de ninguna manera racional. En el mismo sentido, resulta incomprensible que Tarcus pretenda hacernos creer que en relación al movimiento obrero, «Los análisis de Peña superaban visiblemente las versiones de socialistas y comunistas, concebidas en términos de «manipulación» y «demagogia»(p. 291). ¿Dónde? ¿Donde dice que actos como el 17 de octubre eran simplemente el momento en que, después de que lo principal fuera resuelto entre bambalinas por políticos burgueses, burócratas, curas y militares, «las masas eran llevadas a la plaza para aplaudir, cantar y vitorear»? («El legado…, p. 303) Podríamos dar más ejemplos, porque Peña era pródigo en este tipo de frases, pero baste con recordar que lo esencial de la política demagógica, según socialistas y comunistas, consistía en «regalos» del gobierno con los que se compraba la pasividad de la clase, que es exactamente lo que Peña sostiene sin muchos matices más. Pareciera como si las posiciones de Peña fueran «ontológicamente» correctas, no importa lo que diga la realidad…

[4] Shaikh, Anwar: Valor, acumulación y crisis, Tercer Mundo editores, Bogotá, 1991, p. 166

[5] Véase la posición clásica al respecto en Sweezy, Paul.»El triunfo del capital financiero». Conferencia en la Universidad de Estambul, 21 de abril de 1994, reproducido en Cuenta Cultura, Buenos Aires, diciembre de 1994.

[6] Estas posiciones se encuentran desarrolladas sobre todo en «Industrialización, seudoindustrialización y desarrollo combinado», en Peña, Milcíades: Industrialización y clases sociales en la Argentina, Hyspamérica, Bs.  As., 1986

[7] En realidad, es una maniobra reaccionaria en relación al desarrollo capitalista, en tanto pretende retrasar la expansión del proceso de acumulación, es decir, de expropiación del conjunto de la sociedad. Normalmente, la «reforma agraria» salvo que trate de expropiar a propietarios no capitalistas que fuerzan la persistencia de relaciones no capitalistas, es la forma de resistencia del campesinado al proceso de expropiación capitalista o bien de los propietarios capitalistas pequeñoburgueses pauperizados y proletarizados por el mismo proceso de acumulación del capital. El capital (y no su ausencia) es el responsable, en estos casos, de la situación de miseria que aflige a este tipo de población. Resulta sorprendente que la izquierda en general haya malentendido de tal manera este punto, sobre todo cuando desde el capítulo 24 del primer tomo de El Capital hasta La cuestión agraria, de Kautsky o El desarrollo del capitalismo en Rusia, de Lenin, la tradición marxista ha dado lo mejor de sí.

[8] En el debate con los populistas rusos, Lenin señala la confusión en la que estos caen, al identificar «desarrollo del mercado interno» con aumento del poder de compra del campesinado. En realidad, como Lenin lo subraya, el mercado interno se desarrolla con la expropiación de los campesinos y su conversión en proletarios. Con este último paso, se amplía la participación de la población en el mercado, como fuerza de trabajo y como consumidora: la vieja estructura familiar campesina, con una porción importante de sus necesidades satisfechas fuera de relaciones mercantiles, da paso a la dependencia absoluta de estas últimas para la reproducción del conjunto de la vida. De modo que una abundante población «campesina», «farmer» o «chacarera» limita la expansión de las relaciones capitalistas, que sólo pueden avanzar destruyendo esta base pequeñoburguesa. La ilusión «chacarerista» de buena parte de la izquierda argentina se sostiene en una serie de supuestos erróneos: 1) que no hay desarrollo tecnológico en el agro pampeano porque los chacareros no pueden acumular; 2) que los chacareros no pueden, por lo tanto, transformarse en demandantes de tecnología y maquinaria agrícola y dar base a una industria local. Hemos examinado el problema relacionado con el punto 1 en «Ríos de oro y gigantes de acero. Tecnología y clases sociales en el agro pampeano» (en el número ya citado de Razón y Revolución) y allí remitimos al lector. Baste señalar aquí que la Argentina era, en 1935, el primer importador de maquinaria agrícola del mundo, lo que significa que existía una poderosísima demanda interna de tales productos. Por qué la burguesía argentina, a diferencia de la canadiense, no aprovechó ese nicho para la expansión de sus capitales es un problema a resolver, pero que el mercado existía, existía. Por otra parte, una modesta industria de maquinaria agrícola se desarrolló y llegó a tener, en ciertos rubros, capacidad competitiva con la producción importada. La razón de su limitada importancia permanece también como problema a resolver.

[9] Como señala Mauro Pasqualini, Peña tiene una estrategia «paródica» para enfrentar la crítica historiográfica: desmitificar mostrando lo prosaico de ciertas construcciones intelectuales muy alambicadas. Se podría decir que el análisis «trágico» de Tarcus es en realidad, demasiado alambicado para una realidad más prosaica. Véase «Pensar y morir en Argentina», en Razón y Revolución, nro. 3, invierno de 1997

[10] «Se requirió la crisis del `29 y la desintegración del mercado mundial para sacudir la confianza de la clase dirigente argentina en que la pampa, las vacas y Dios eran una garantía harto suficiente de su perpetuo enriquecimiento. El futuro dirá que concatenación de hechos se requiere para sacudir el temperamento quietista, la confianza de la clase obrera en que se puede marchar ordenadamente del trabajo a casa y de casa al trabajo, puesto que su bienestar y prosperidad están garantizadas por el Estado benefactor y por la habilidad de la burocracia sindical para maniobrar entre patrones, militares y funcionarios.» («El legado…, p. 311)

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