Milei, Bolsonaro, McCarthy

Todo el discurso «milesiano» se apoya en el combate a los «zurdos», una categoría ecléctica, que sirve para crear un campo semántico lo suficientemente amplio como para abarcar todo lo que el enunciador quiera, y lo suficientemente vago como para que se pueda excluir todo aquello que resulte contradictorio. El resultado es un clima de sospecha, de culpa generalizada, de buchonismo profesional: todos somos o podemos ser algo que nadie sabe bien qué es, «zurdo». Al mismo tiempo, ese campo delimita todo lo que está mal. Luego, el enunciador adquiere un doble poder: el decir quién es culpable por el peor de los males, aunque nadie sepa bien qué sería tal cosa. En tiempos del coronavirus, es una estrategia ideológica muy adecuada al contexto: todos podemos estar enfermos y transmitir la enfermedad, sin saberlo, siendo, de todos modos, culpables. El único capaz de detectar y señalar (y, por lo tanto, repartir castigos) es el enunciador. Se cumple así la lógica fascista: hay un individuo, el súper hombre, que es el depositario de la verdad, que no es más que su palabra. Es la culminación lógica de la apología del individualismo: solo el individuo es capaz de saber qué es bueno y qué es malo para el individuo. Como solo el enunciador es capaz de decir, y, por lo tanto, de señalar y castigar, un solo individuo, que condensa el espíritu de todos los «individuos» (que, por este mismo acto, acaban de desaparecer, subsumidos en el súper hombre) se constituye en el gran dictador. Ese proceso puede llevar a Bolsonaro, es decir, el primer escalón en ese camino, o a Hitler, el pináculo. En el medio, hay muchas variantes. El Macartismo es una de ellas. En este prólogo a Tiempo de Canallas, de Lilian Hellman, editado por Ediciones ryr, en 2011, analizo ese fenómeno producido en la que se supone es la más «liberal» de las sociedades, EE.UU.