El mejor libro de historia jamás escrito. Trotsky, la «Historia de la Revolución Rusa» y la revolución argentina

Este texto es el prólogo a la Historia de la Revolución Rusa. En él se discute uno de los dos problemas que definen al trotskismo: la revolución permanente y el Programa de transición. Se intenta explicar por qué la revolución permanente no tiene utilidad en la Argentina. La conclusión lógica es que el trotskismo no tiene sentido en este país. Ignoro si lo tiene en algún otro lado, pero aquí no.


Hace noventa años, en el país más atrasado de Europa, en el baluarte de la reacción política, se producía el paso más audaz, el más inesperado: la destrucción del estado feudal-burgués y la construcción de una sociedad socialista. A los ojos de los grandes jefes de la Segunda Internacional, los constructores de la Rusia soviética eran poco más que un puñado de bárbaros voluntariosos de los que poco podía esperarse. Incluso después de consumada la mayor de las hazañas, esa apreciación no sólo no cambió sino que alcanzó su formulación definitiva en la mezcla de temor y desprecio que caracterizó a personajes como Kautsky o Plejanov. Quienes nos ubicamos del mismo lado que esos “arribistas” de la gran política mundial, por el contrario, profesamos la más sincera de las admiraciones, en particular por el notable dúo dirigente conformado por Lenin y Trotsky. Debo decir que, personalmente, el núcleo de mis sentimientos no se encuentra ni en el reconocimiento a la indudable vocación revolucionaria bolchevique (la “actualidad” de la revolución, diría Lukacs), ni en el coraje a prueba de desafíos históricos de esos hombres y mujeres únicos. No. Se trata de otra cosa. Revolucionarios consecuentes los ha habido de a millones, afortunadamente. No menos millonaria es la cifra de los valientes, obviamente, en la izquierda tanto como en la derecha. Lo que caracteriza a los bolcheviques es la eficiencia revolucionaria, una cualidad rara, sólo compartida por Mao y, probablemente, los vietnamitas y Fidel Castro. De hecho, la “vía rusa” y la “china” han sido, hasta ahora, las únicas estrategias exitosas para la toma del poder. Ese es el corazón del problema que todo revolucionario tiene por delante: ¿cómo es posible la victoria?

Obviamente, la tradición marxista tiene muchos otros nombres y muchas otras experiencias reivindicables y ningún militante serio debiera predicar el abandono de todas las tradiciones pasadas en nombre de una supuesta “renovación”. En la historia nunca hay “borrón y cuenta nueva”. En el mejor de los casos, se da vuelta la página, pero el gran libro de la experiencia humana, para bien o para mal, continúa organizando la vida en general. Se aprende de las experiencias fracasadas también. Es más, la derrota suele ser muy pedagógica. No habría habido Octubre sin la Comuna de París y sin 1905. Pero las experiencias exitosas permiten ver el camino hasta el final. Las revoluciones rusa y china nos muestran, entonces, el resultado de un trabajo bien hecho, al menos en relación a la construcción del poder revolucionario.

También es cierto que la victoria no puede adjudicarse exclusivamente a la estrategia. En más de un sentido, Lenin, Trotsky y Mao han representado el papel de las personas correctas, en el lugar adecuado y en el momento justo. Probablemente existiera más de un Lenin, más de un Trotsky, más de un Mao, que simplemente llegaron demasiado temprano (¿Babeuf?) o estaban en el lugar equivocado (¿Gramsci?). La revolución depende de muchos factores, uno sólo de los cuales es la estrategia. Sin embargo, en determinado momento del proceso histórico, cuando los demás elementos ya están presentes, la estrategia adecuada y sus creadores deben ocupar, más bien pronto que tarde, el centro de la escena. Es el remate de la receta el que asegura su sabor definitivo. Y si Mao descubrió la receta para la toma del poder en un país con las características de China, Lenin y Trotsky inventaron la correspondiente a uno como Rusia a comienzos del siglo XX. Quienes pretenden, a comienzos del nuevo siglo, repetir aquellas hazañas, deben reconocer la naturaleza específica del momento y el lugar y recuperar, del conjunto de conocimientos acumulados, la experiencia más cercana a nuestro presente argentino. De ahí la primacía necesaria de Octubre sobre la Larga Marcha en nuestra no menos necesaria reflexión sobre nuestra estrategia para nuestra revolución. En aquella eficacia pueden encontrarse las bases de ésta.

La Historia de la Revolución Rusa

La mayor obra historiográfica de León Trotsky es tal vez el menos discutido de todos sus textos, al menos en lo que atañe a su importancia. Hay un cierto consenso en que se trata de una “pieza maestra”, a la altura de los grandes clásicos de la literatura marxista y no marxista. En el primer caso, se lo ha comparado, con justicia, con El 18 Brumario. En el segundo, con la Historia de la Guerra del Peloponeso. No hay dudas de que estamos ante uno de esos raros monumentos de la ciencia histórica. Sin embargo, no es el más notable de los escritos trotskistas. La palma se la lleva, sin duda alguna, Resultados y perspectivas, el balance de la revolución de 1905. Digo notable porque es allí donde se encuentra prefigurado, doce años antes, el proceso que será objeto luego de historia. La ciencia, si tiene una virtud, es la de predecir. Resultados y perspectivas es una de las cumbres del socialismo científico. Con todo, si Trotsky logra anticiparse allí a la forma que asumirá el proceso revolucionario, no acierta a señalar el instrumento que será indispensable para llevar a cabo la tarea: el partido. La primacía que asumirá Lenin en el conjunto de dicho proceso se debe, precisamente, a esta cuestión. La Historia de la Revolución Rusa viene a completar, retrospectivamente, ese análisis y a hacer justicia con el lugar del creador del Partido Bolchevique.

Con todo, la Historia no se limita a constatar y completar la descripción el proceso lógico de la revolución. Es también parte de la lucha política por el destino de esa conmoción histórica, que es, irónicamente, la lucha por la suerte de uno de sus dirigentes y el autor mismo del libro en el que esa batalla se representa, otra vez, retrospectivamente. En efecto, Trotsky escribe su obra más importante como parte de su enfrentamiento con Stalin. Ambos representan dos trayectorias distintas y posibles de la ahora URSS: la consolidación de la capa burocrática que expropia políticamente a las masas, frena toda expansión del proceso revolucionario y pone en peligro la revolución misma (Stalin); la continuidad internacional del proceso y la reconstrucción de la democracia soviética (Trotsky). En ese combate, Stalin ha logrado aislar a Trotsky del partido, iniciando la tarea de la desaparición de su figura, que primero asume la forma de glorificación de Lenin. El segundo paso, ya iniciado para entonces, consistía en negar su participación en el proceso mismo de la revolución. El tercero, colocarse como el verdadero eje de la construcción de la victoria de Octubre. De allí que la Historia sea un ajuste de cuentas de Trotsky con su pasado, de su relación con Lenin, con el Partido Bolchevique y con sus adversarios, en particular con Stalin. En términos de análisis social, estas necesidades “bélicas” se traducirán en la reivindicación del análisis de las líneas motrices de la revolución iniciado en Resultados y perspectivas, en la deuda que Lenin tiene con él, en la consecuente necesidad de revisión de la fórmula con la cual ha sido preparado el partido, en las resistencias que éste opone y en el papel que al propio Trotsky le cupo en ese proceso. Como veremos, dos temas filosóficos están detrás de estos planteos: el papel del individuo en la historia; la posibilidad de que ésta dé saltos en lugares imprevistos, o lo que es lo mismo, el fenómeno del desarrollo desigual y combinado.

En relación al primero de los problemas, los primeros seis capítulos intentarán dar cuenta de esos condicionantes estructurales que determinan a largo plazo los grandes movimientos de la estructura social. Es falso que Trotsky haya realizado un simple ejercicio de “sicología de masas” abstraído de los determinantes económicos o que no tenga “de marxista sino sus declaraciones teóricas”.[1] El “atraso” de Rusia es la forma en que aparece el determinante económico fundamental, situación a la cual la coyuntura de la guerra no hace más que agravar. Que Trotsky no haga alusión a las contingencias económicas inmediatas se debe a que distingue muy bien entre las determinaciones orgánicas y las coyunturales. Los siguientes capítulos están destinados a demostrar que la revolución permanente estaba planteada en la realidad, aunque sus protagonistas no lo percibieran, creando esa paradoja de la Revolución de Febrero, según la cual quien tenía el poder no quería ejercerlo y quien quería, no podía. Esa paradoja se resolvía con una consigna que brotaba del propio desarrollo de las tendencias políticas: “todo el poder a los soviets”. Lenin reconoce la justeza del análisis trotskista al formular el programa de la revolución con el cual deberá batallar, primero que nada, dentro de su propio partido: las Tesis de Abril son ese tributo implícito a Resultados y perspectivas. Precisamente es este punto es en el cual Trotsky realiza su mayor hazaña pugilística: al mismo tiempo que desnuda el “menchevismo” de Stalin, Kámenev y Zinoviev, rescata al grueso del partido, que recibió con beneplácito la nueva orientación. A partir de allí, la historia se irá desenvolviendo hacia la insurrección, siguiendo la conducción general de un Lenin que irá dejando, sin embargo, la batuta en manos del autor de nuestro libro. Efectivamente, lo que Trotsky intenta, en particular a partir de las Jornadas de Julio, es demostrar el rol preponderante, casi exclusivo, que le cupo en la organización de la insurrección, primero, y de la conspiración, por último. Justo hacia el final, el futuro creador del Ejército Rojo, abandona el primer plano y vemos a Lenin nuevamente protagonizando las escenas más emocionantes. Un hombre sin partido, que tiene una relación directa con las masas, lógicamente remarca la intervención directa de aquellas por sobre las representaciones institucionales. Es así que presenciaremos en la Historia, más que la acción de un conjunto de funcionarios más o menos abnegados, el cuadro conmovedor de las masas en movimiento.

Dos temas filosóficos, dijimos, se esconden detrás, soportan el cuadro: el papel del individuo en la historia; la ley del desarrollo desigual y combinado. Trotsky, a los efectos de remarcar su lugar en la revolución, elige, oblicuamente, resaltar el de Lenin. Con Robespierre o sin Robespierre habría habido Revolución Francesa igual, había enseñado Plejanov. Sin Lenin no habría habido Revolución Rusa, contesta Trotsky. La decisión de exaltar la figura de quien fue su principal antagonista prácticamente a lo largo de toda su vida política, a quien llegó a insultar gravemente, se puede entender de dos maneras. La primera, como vulgar oportunismo. La segunda, como el reconocimiento de un magisterio tardío pero profundo. La escena en la que ese reconocimiento llega a su nivel más elevado es aquella que Liborio Justo recordará como “tierna” y que puede verse tal vez como excesiva: cansados, seguros ya del triunfo de la insurrección de Octubre, Lenin y Trotsky descansan uno al lado del otro en una de las habitaciones del Smolny. Trotsky ha querido remarcar una intimidad entre ambos que nunca tuvo lugar.[2] Parcialmente contradictoria, esta escena choca con la enorme consideración que Lenin tenía para con Stalin, a quien, a poco de morir, equiparó en valor con Trotsky. Lenin, el genio organizativo; Trotsky, el genio de la estrategia; las masas. No hay lugar en la Historia para el futuro Padre de los Pueblos más que para remarcar el error y la derechización. Otros personajes clave de la lucha en los ’20 merecen tal vez una condena mayor: Zinoviev y Kámenev debieron ser expulsados del partido, por traición, a jucio de Lenin; Bujarin directamente no existió.

Es cierto que esta concepción del papel individual en los procesos sociales “suena” poco marxista y que, por lo tanto, el asunto parece tener simplemente un valor polémico, destinado a la lucha de facciones. De hecho, hasta un defensor tan incondicional como Mandel parece dudar seriamente de su “corrección”.[3] Sin embargo, el argumento de Trotsky es defendible. Como señala Gramsci, en el momento inmediatamente político, militar, de la lucha de clases, el tiempo es oro y la situación se define en cuestión de semanas, de días. De modo que, siendo en general correcto que cuando el proceso ha avanzado mucho es muy probable que tenga más de un personaje capacitado para cada una de las grandes tareas, no es necesariamente cierto que la velocidad del reemplazo sea siempre la adecuada. Como señala Trotsky, el Partido Bolchevique podría haber llegado a las conclusiones adecuadas aún sin Lenin, pero tal vez habría sido tarde. Interpretado con buena fe, este principio coincide con el lugar central que la teoría de la guerra le otorga a la dirección, que debe estar protegida frente a toda eventualidad. Trotsky hace gala de una comprensión real del problema cuando reivindica la decisión de Lenin de no entregarse a las autoridades cuando el Gobierno Provisional ordenó su encarcelamiento.

La ley del desarrollo desigual y combinado ha tenido más suerte que este planteo trotskista de la personalidad histórica, del “heroe”, como diría el Carlyle con el que tantas veces fue comparado. Detrás de la Historia, o mejor dicho, como eje organizador, se encuentra una sensibilidad notable hacia la historia concreta. Trotsky no utiliza el marxismo como una excusa para no hacer historia, como criticaba Engels. Todo lo contrario, la entiende como el desarrollo vivo de las contradicciones reales. En términos estrictos, realiza el ejercicio completo del método dialéctico: de la realidad abigarrada y confusa, a los determinantes profundos (análisis) y de allí, a la representación de esa misma realidad, ahora organizada de modo inteligible. Buena parte de lo que pasa como “marxismo” no es sino el recitado de categorías abstraidas del proceso histórico real. La primacía de la totalidad histórico-concreta, entonces, es la que debe ser objeto de análisis. Esa totalidad es la que determina a las partes y hace que cada una de ellas se mueva a un ritmo que no puede ser sino diferente. La historia no se repite, diría Trotsky, y sin embargo, sigue una legalidad, es decir, parcialmente, sigue siendo la misma: Luis XVI es Nicolás II; Miliukov no puede ser Robespierre; Lenin tiene, esta vez, una oportunidad seria de ganar allí donde fracasó Babeuf. La historia es la misma y no lo es. Por su propio atraso, Rusia puede superar la revolución burguesa, puede ser la Inglaterra del socialismo.

Obviamente, puede verse aquí una base para defender el socialismo en un solo país, porque el desarrollo de las partes es siempre desigual. Pero también es combinado, es decir, la totalidad es también un límite: si la parte que ha desarrollado esa trayectoria específica no contribuye a reconstruir esa totalidad sobre nuevas bases, encontrará obstáculos definitivos que, finalmente, la reconducirán a una variante particular de la trayectoria general dominante. Dicho de otra manera, si Rusia no se comporta como la Inglaterra del socialismo, corre peligro de ser la Venecia del feudalismo. Noventa años después, a la luz del resultado final, la URSS de Stalin (como la China de Mao) puede ser vista como el camino más largo al capitalismo antes que como la realización del socialismo. La Historia de la Revolución Rusa demuestra que esa experiencia histórica podía iniciar un camino nuevo. El análisis posterior de Trotsky demuestra que el stalinismo era una posibilidad no necesaria, sino simplemente probable. La “caída del Muro” demostró plenamente la lógica del desarrollo desigual y combinado, en todas sus potencialidades.

¿Por qué la Revolución Rusa hoy en la Argentina?

Teniendo en cuenta las conclusiones del acápite anterior, la pregunta que encabeza éste es completamente pertinente. Si la historia no se repite, si la Argentina no es ni puede ser la Rusia de comienzos del siglo pasado: ¿para qué preguntarse por esa experiencia? La pregunta tiene dos partes. La primera inquiere por la pertinencia de la estrategia bolchevique en la Argentina. La segunda, por la utilidad de pensar un problema tal en momentos en que se supone el capitalismo argentino pasa por uno de sus mejores momentos. Veamos el primer problema en este acápite y el segundo en el que sigue.

¿En qué consiste la estrategia bolchevique? En un país atrasado, en el sentido de una transición incompleta del feudalismo al capitalismo, donde la única clase con capacidad de acción histórica es un proletariado reducido pero poderosamente organizado, con una burguesía débil y una clase feudal en retirada, flotando todas las clases en un mar de campesinos numerosos pero impotentes, en medio del derrumbe del aparato estatal y el traspaso del poder material del Estado a las fuerzas soviéticas compuestas de las vanguardias armadas de las expresiones de las clases subalternas (campesinos-soldados y obreros-soldados), la estrategia bolchevique consiste en la construcción de una alianza de clases con dirección obrera, cuya función es garantizar la insurrección armada que triunfa bajo la forma de conspiración de la mayoría organizada en el soviet. El instrumento de esa estrategia es el partido de cuadros profesionales cuyo objetivo es, primero, la conquista de la mayoría de la clase obrera y, luego, la dirección de la insurrección y su culminación conspirativa. La estrategia presupone la quiebra del aparato militar de la clase dominante, que abre una situación de doble poder, período en el cual se produce la disputa política (el “explicar pacientemente” de Lenin) mediante la cual el partido revolucionario “encarna” en la clase al mismo tiempo que la clase se “hace partido” en el camino a transformarse en Estado. Todo Octubre, en esta estrategia, presupone un Febrero. En ese período intermedio el partido no sólo debe mostrarse capaz de alcanzar la mayoría en el seno de la clase obrera, demostrando ser el único capaz de asegurar el conjunto de sus intereses mediatos e inmediatos, sino también ser el vehículo de la hegemonía proletaria al encarnar el conjunto de las contradicciones secundarias que vitalizan la actividad del resto de las masas que componen la alianza revolucionaria. En el caso ruso, las demandas de paz, tierra y trabajo se sumaban al problema de las nacionalidades para constituir el núcleo del abanico de problemas a las que el partido debía articular. La fórmula que sintetizaba esa tarea era la “revolución permanente”: el pasaje de las tareas democráticas (burguesas) a las socialistas en un mismo y único proceso hegemonizado por la misma clase, el proletariado. La forma institucional que debía asumir ese proceso era la democracia soviética, el continente de la dictadura (supremacía política y social) del proletariado. Un elemento más debe coronar la estrategia: el triunfo de la revolución en Alemania. La revolución permanente presupone, entonces, la revolución mundial.

Como tal, esta estrategia estuvo a la orden del día en más de una ocasión: en la Comuna de París, en la Rusia de 1905, en la Alemania de la revolución espartaquista, en la Guerra Civil española, por mencionar los casos más conocidos. En todos ellos hubo un Febrero, un momento en que las clases aparecen como Fuerza Social. Las clases sociales nunca aparecen como tales en la lucha política, siempre aparecen como alianzas de fracciones de clase que intervienen en conjunto bajo un programa vago, generalmente de carácter “popular”.[4] Ese programa suele ser utilizado por fracciones de la burguesía en sus disputas internas. La forma que asume esta intervención burguesa es más o menos decidida según sea el grado de activación de las grandes masas y el poder de la clase que domine la formación social. Cuando éstas se encuentran en un momento de gran despliegue y cuando la clase dominante es particularmente débil, las fracciones burguesas son temerosas, más aún si estas fracciones no se consideran capaces de controlar el resultado de las movilizaciones populares. En estos casos, la burguesía o sus fracciones más movilizadas suelen manifestarse a favor del proceso de manera pasiva, expresándose en una “licencia”, un permiso a la protesta. Se trata, sobre todo, de una relajación de la disciplina estatal que da la apariencia de una complicidad entre las fuerzas represivas y las masas (como cuando los manifestantes atraviesan las líneas cosacas por debajo de las patas de los caballos ante la pasividad de sus jinetes). Ese programa popular tiene como soporte acciones que se producen por fuera del aparato estatal; esa tendencia a la acción directa, superando las mediaciones institucionales, es la que expresa la contradicción entre lo limitado de las demandas, por una parte, con lo avanzado de las formas de acción. Dicho de otra manera, el programa expresa todavía el dominio burgués, mientras las formas de acción tienden a independizar a sus participantes de las formas de conciencia burguesa. Es en este punto en el que los partidos extremos se expresan en el movimiento como dirección moral. Esta contradicción, sobre la que flotan todas las corrientes políticas intervinientes, se hace visible, valga la paradoja, en la ausencia de dirección técnica. Dicha ausencia (nadie “dirige” las acciones) es la que funda la apariencia de “espontaneidad” del movimiento, que semeja una fuerza poderosa sin cabeza alguna, asentada en un amplio “consenso”, pero que oculta las tensiones de clase subyacentes y la disputa por la dirección. El resultado más probable del triunfo es la entrega del gobierno a los partidos “conciliadores”, partidos que expresan en su composición el carácter inestable de la alianza con su dirección en disputa, que por lo tanto no representan orgánicamente (en el sentido gramsciano) a ninguna de las clases movilizadas. Esta disputa es la que estará en primer plano a partir del triunfo de esa fuerza social.

La clave del proceso que sigue está en el entronque del partido orgánico del proletariado con las masas, el pasaje de fuerza social a partido. Este proceso es más importante que cualquier “unidad” de las fuerzas de “izquierda” que no sea resultado de la lucha por la dirección de las masas. En este punto, por el contrario, la disputa por el programa es el elemento central de la vida política. Si este proceso llega a su fin, el resultado será la emergencia del partido de la revolución. Si tal cosa no sucede, normalmente triunfa alguna combinación contrarrevolucionaria.

¿Sirve una estrategia tal a la Argentina actual? Por empezar, la historia no se repite: la Argentina no es la Rusia de los zares. No hay aquí ninguna masa campesina: la transición del feudalismo al capitalismo se produjo ya hace mucho tiempo y fue completa. La Revolución de Mayo barrió con todas las rémoras existentes, no hay tareas “democráticas” pendientes. Más aún, no sólo no existe campesinado alguno cuya masa venga en auxilio del partido del proletariado, sino que tampoco nos encontramos con una estructura en la cual la pequeña propiedad capitalista (la pequeña burguesía) tenga un peso sustantivo. La revolución permanente, al menos en el sentido de la continuidad de las tareas burguesas y su progresión hacia el socialismo, no tiene en la Argentina un campo de aplicación.

¿Significa que la Argentina actual es un país en el cual el desarrollo de la acumulación de capital la coloca en el corazón de la revolución mundial? ¿El grado de desarrollo de sus fuerzas productivas la ubica en la posición de los que deben ir en auxilio de los más atrasados, ejercitando las bondades del desarrollo desigual invertido? No. La Argentina es un país de desarrollo capitalista pleno, en el sentido en que las relaciones sociales capitalistas alcanzan en su interior la mayor extensión posible. Pero es una porción muy pequeña de la acumulación mundial y, por ende, muy dependiente de la cadena capitalista. Dada las escasas fuerzas productivas locales, no hay posibilidad alguna no ya de una revolución triunfante, sino de que el partido revolucionario se sostenga un par de años en el poder. Eso pone en primer plano el problema de internacionalismo proletario, la creación de los Estados Unidos Socialistas de América Latina. Ello nos enfrenta, directamente, con el problema de la revolución brasileña. En este sentido, la revolución permanente, como continuidad de la revolución mundial, adquiere para la Argentina una urgencia inmediata.

Al mismo tiempo, la Argentina actual no vive un proceso de industrialización creciente que tienda a constituir un poderoso y concentrado proletariado fabril. Por el contrario, dada la escasa magnitud de la acumulación de capital en su interior, producto de la insuficiente competitividad de la industria, la masa del proletariado se ve expulsada de las fábricas por el proceso de relocalización mundial de las manufacturas (dependientes de fuerza de trabajo barata) y por el crecimiento de la productividad del capital que continúa operando localmente. Al mismo tiempo, la altísima productividad (y la consecuente capacidad competitiva) de la producción agraria, determinan una baja capacidad de absorción de fuerza de trabajo y una tendencia recurrente a la estrangulación de la acumulación del capital local, dados los límites relativos que la disponibilidad de tierras impone. Estas características gestan profundas tendencias a la descomposición capitalista, que se expresan en la expansión de la masa de población sobrante y del empleo improductivo estatal. De aquí se deduce que la preeminencia política de los agrupamientos políticos fundados sobre estas fracciones del proletariado no resulta anecdótica.

Por otro lado, la burguesía argentina es una especie en extinción. Se asienta sobre un Estado poderoso, con un aparato represivo de gran poder material, pero difícil de sostener sobre la base de fuerzas productivas endebles. Ese poder, no obstante, tiene una utilidad meramente interna, no podría enfrentar una aventura externa. La preeminencia abrumadora de la propiedad extranjera pone en la línea inmediata de confrontación a los Estados Unidos, pero la creciente importancia de la propiedad de capitalismos vecinos (Chile y Brasil), conduce inexorablemente a una internacionalización rápida de la respuesta burguesa. La debilidad moral del aparato represivo local, producto del resultado de la lucha de clases en los ’70 y de la restauración “democrática”, probablemente haga más sencillo el triunfo de una insurrección local, pero acelere la respuesta externa. Las fracciones menores del capital local y, en particular, la pequeña burguesía, sufren un proceso de proletarización y, sobre todo, de pauperización profundas. Incapaces de funcionar como “burguesía nacional”, es decir, de postularse como dirección de la nación oprimida contra el imperialismo, pueden ser arrastradas a la alianza con la vanguardia proletaria, en particular por los vínculos que mantiene con las fracciones más movilizadas del mismo, que tienen su origen parcial en la pequeña burguesía, como los maestros.

En este contexto, la socialización de las fuerzas productivas locales más avanzadas, las asentadas en la propiedad agraria, puede realizarse en forma rápida y eficiente y dar una base firme al Estado revolucionario. La amplia extensión y concentración de las estructuras financieras y de comercialización hacen difícil pensar en la desestructuración económica extrema que llevó en Rusia al comunismo de guerra. El principal problema de la revolución argentina es, antes que nada, externo.

Entonces, ¿de qué sirve la experiencia rusa? La revolución argentina asumirá la forma de insurrección de masas urbanas, que repetirá la secuencia Febrero-Octubre, pero sin masas campesinas y, probablemente, sin resolución del problema militar por la experiencia de la guerra. La revolución argentina deberá, entonces, enfrentar la crisis del sistema político sin el beneficio de soviets armados. Esta situación parecería dar pie a la repetición de la experiencia de la guerrilla urbana setentista. Sin embargo, tal conclusión llevaría necesariamente al más grave de los errores. La experiencia de los ’70 demuestra que la estrategia bolchevique de asegurar la hegemonía política de las vastas masas obreras, por medio de la acción del partido revolucionario, es la única que puede garantizar el éxito. Esa hegemonía debe extenderse a las fracciones de la pequeña burguesía, que puede ser arrastrada hacia posiciones reaccionarias o sumidas en la impotencia y la desorganización, como hizo el zamorismo durante el Argentinazo. Esa alianza, que tiene relaciones orgánicas con el aparato represivo, puede quebrarlo políticamente haciendo pie en la crisis moral que arrastra desde el Cordobazo a esta parte.

1905-2001

La experiencia rusa nos lega la estrategia insurreccional, que coloca en primer lugar el problema de la construcción del partido revolucionario y su hegemonía en el interior del proletariado, que construye alianzas con la pequeña burguesía y privilegia la dimensión internacional de la lucha de clases. El doble poder y los soviets son el marco y el escenario en el cual dichos objetivos se despliegan. Esta sabiduría política no brotó simplemente de la cabeza de Trostky, fue el balance de la experiencia del proletariado ruso, fue el resultado de 1905. La Argentina tuvo su 1905: fue el 19 y 20 de diciembre de 2001. No abrió una situación revolucionaria. Tales momentos sólo aparecen cuando la masa del proletariado y de las clases subalternas se moviliza independientemente de la burguesía, al menos en forma incipiente, y constituye su poder en el soviet. Es decir, cuando se constituye una situación de doble poder. Tal cosa no se produjo en diciembre de 2001. El Argentinazo se parece más a 1905, en el sentido en que abre  una etapa histórica nueva. En términos de la historia local es equivalente al Cordobazo. La revolución de 1905, que alcanzó un dramatismo muy superior al del Argentinazo, tuvo, sin embargo, las limitaciones propias del inicio de un proceso revolucionario. Un proceso tal se abre cuando las clases subalternas comienzan a desarrollar formas de acción que superan las mediaciones institucionales, es decir, cuando en su acción se comportan, tendencialmente, con independencia política de la burguesía. No alcanzan, sin embargo, a constituirse como poder alternativo, aunque suelen aparecen en este momento, las formas que ese poder se dará si el proceso se agrava y se desarrolla, más adelante, una situación revolucionaria, es decir, un momento de disputa directa y abierta por el poder.

Un proceso revolucionario puede avanzar, retroceder o incluso cerrarse, pero mientras se mantenga abierto las tareas que impone deben llevarse a cabo, so pena de no encontrarse con los instrumentos adecuados cuando la situación revolucionaria se presente. Esta comprensión de la tarea necesaria es la ventaja definitiva que Lenin obtuvo sobre Trotsky.

¿Pero, tal previsión es necesaria para la Argentina actual? ¿Estamos inmersos en un proceso revolucionario? Efectivamente es así, aunque por razones de espacio me veo obligado a remitir al lector a mi libro La plaza es nuestra.[5] No sólo el Argentinazo da por tierra con la etapa contrarrevolucionaria iniciada en los ’70, sino que se inscribe en un proceso mundial que empuja en el mismo sentido y que se expresa, sobre todo en América Latina, en las transformaciones políticas que son de público conocimiento.[6] Obviamente, todo depende de la marcha a largo plazo de la economía mundial. Lamento tener que remitir al lector, nuevamente, a otro lado, pero aquí no puedo más que exponer la cuestión de manera suscinta.[7]

La economía mundial entró en crisis en los años ’70 y desde ese momento todas las tentativas de reconstrucción han encontrado un límite en una tasa de ganancia que se eleva lentamente. Ese proceso desencadena crisis recurrentes cada diez años promedio (1974; 1981; 1989; 2001), más crisis parciales que se conocen como “efectos” (“tequila”, “arroz”; “vodka”). Esta lentitud de la recuperación de la tasa de ganancia mantiene la continuidad de la crisis, que todavía espera su desenlace, así como la crisis que se inicia con la Primera Guerra Mundial tuvo la suya en la Segunda. Esta situación de la economía mundial se manifiesta de manera diferencial, país por país y región por región. En los capitalismos más débiles, como el argentino, las consecuencias no sólo son desastrosas, sino que se hacen más agudas con el tiempo. Está en discusión si la crisis mundial se cerró ya, si va en camino a ello o si, por el contrario, va a desplegarse aún con más violencia. Si esta última perspectiva es la correcta, la crisis en la Argentina probablemente supere lo visto en 2001. El gobierno Kirchner no ha hecho más que repetir el ciclo de expansión propio de cada intervalo entre crisis y crisis. Si la crisis mundial se cierra, la economía argentina se estabilizará de alguna manera y las posibilidades revolucionarias se postergarán por largos años. Pero si el panorama resulta otro, la realidad nos obligará a intervenir. En ese trance, el mejor análisis del proceso revolucionario triunfante de la experiencia histórica más cercana a un país como la Argentina, la Historia de la Revolución Rusa, de Trotsky, se volverá un manual imprescindible. Se evidenciará, por su capacidad para iluminar el futuro, como el mejor libro de historia jamás escrito.

Nuestra edición

Conocemos una sola traducción directa del ruso al castellano de la obra de Trotsky, la del catalán Andrés Nin, publicada en 1931, en Madrid, por Editorial Cenit. La tarea del organizador del POUM resultó incompleta (faltan siete capítulos en el segundo tomo) ni, mucho menos, impecable.[8] Comprensible teniendo en cuenta el contexto en el que realizó su tarea, la España al borde de la Guerra Civil, las deficiencias de la traducción se agravan con los modismos propios de la época. La traducción de Nin fue reeditada sin mayores correcciones, aunque completando los capítulos faltantes, por SARPE, en dos tomos (Madrid, 1985) y por Antídoto (Buenos Aires, 1997), esta vez en tres tomos. Una mejor edición, siempre sobre la base de la traducción de Nin, es la de Editorial Tilcara (Buenos Aires, 1962), a cargo del grupo de Jorge Abelardo Ramos. Su superioridad se basa en la corrección del texto castellano teniendo en cuenta las ediciones italiana (de Garmanzi) y francesa (de Parijanine). Jorge Enea Spilimbergo realizó la traducción de los capítulos faltantes en la edición original correspondientes al segundo tomo (“El campesinado ante octubre”, “La cuestión nacional”, “Lenin llama a la insurrección”, “El arte de la insurrección”, “La insurrección de octubre”, “El congreso de la dictadura soviética” y “Conclusión”). Incluye también, como la de Antídoto y a diferencia de la de SARPE, los apéndices del tomo I de la edición de Cenit. En los ’70, Galerna realizó una nueva edición en dos tomos, sobre la base de la publicada en 1972 por la Editorial Quimantú, de Chile, que entendemos es similar, si no la misma, que la de Tilcara, en tanto los capítulos omitidos por la edición original y reproducidos por la editorial argentina son los mismos traducidos del francés por Spilimbergo (igual que la traducción de los tres apéndices del tomo I, realizados por Harold Elorza).

Entendemos que la única forma de hacer justicia a la obra de Trotsky sería una nueva traducción directa del ruso, posibilidad que escapa a nuestras fuerzas actuales. Hemos tratado de hacer una nueva edición corregiendo la traducción original, descartando las de SARPE y Antídoto (que repiten todos los problemas existentes en la primera) y teniendo a la vista la publicación de Galerna. Habida cuenta de las diferencias en la escritura de los nombres propios rusos, preferimos unificar el criterio tomando como guía la edición de las obras completas de Lenin de Editorial Cartago. Hemos mantenido también los apéndices del primer tomo, en virtud de la utilidad que tienen para comprender el contexto político en el cual la obra pretende intervenir, pero eliminamos la mayoría de las citas del traductor a la edición original que nos parecieron superfluas o que podían resultar más cómodo consultar en un breve Glosario. La traducción de los siete capítulos faltantes en la edición original, en nuestro caso, se debe a Lucía González y Luis Pastor, que aquí se reproducen con su autorización. Creemos haber logrado una versión más ágil y liberada de los frecuentes errores de tipeo, frases incompletas e incomprensibles y modismos ininteligibles.


[1]El primer problema es señalado por Nicolás Krassó, mientras que la segunda expresión pertenece a Paul Veyne. Véanse Krassó, Nicolás, Ernest Mandel y Monty Johnstone: El marxismo de Trotsky, Cuadernos de Pasado y Presente, Córdoba, 1970 y Veyne Paul: Cómo se escribe la historia, Alianza, Madrid, 1984.

[2]Justo, Liborio: “León Trotsky, hombre, líder y revolucionario”, en Claridad, n° 344, octubre de 1940 y Deutscher, Isaac: Trotsky, el profeta desterrado, Era, México, 1969, p. 233, nota 35.

[3]Véase artículo de Mandel en el libro ya citado junto a Krassó y Johnstone. En el mismo sentido se expide Deutscher en su análisis de la Historia, en el texto de la cita anterior.

[4]En su momento de triunfo, las clases aparecen en la lucha como Estado; el momento transicional lo cubre el partido.

[5]Ediciones ryr, Bs. As., 2006.

[6]Y que el lector puede seguir en Coggiola, Osvaldo: Rojo Amanecer. La lucha de clases en América Latina Hoy, Ediciones ryr, Bs. As., 2007.

[7]Véanse los análisis de la crisis mundial presentes en varios números de la revista Razón y Revolución y del periódico El Aromo, y en el último capítulo de La cajita infeliz.

[8]El traductor de Deutscher al castellano se quejaba de las limitaciones de las traducciones de Trotsky al español, en particular en la correspondiente a la Historia, prefiriendo utilizar la versión inglesa. Véase Deutscher, Isaac: Trotsky, el profeta armado, Era, México, 1984, p. 236, nota 8. En el último tomo de la trilogía, sin embargo, le parece útil la edición de Tilcara. Véase El profeta desterrado, p. 217, nota 15.

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